"Catherine murió de sobredosis, yo me voy cuando empieza el día 6"
Hace calor, mucho calor en este viernes primero de septiembre, piensa Fernando Aldecoa, y las plantas de la terraza de su amiga se estremecen con el denso vaho que sube de las baldosas. Hace mucho calor y, sin embargo, el otoño debe estar agazapado en cualquier sitio, próximos los fríos, cercano ya ese invierno excitante que puede, que tiene que traer buenas cosas. Acaba de recoger Fernando a Catherine de la guardería en donde trabaja, y bajo el brazo lleva él aún el periódico doblado, ese periódico en el que ha estado buscando trabajo. Panorama, la librería de Gaztambide, está cerrada desde hace varios meses: no iba demasiado bien, y además, tras la muerte de Elsa, su mujer, la tienda, con tantas otras cosas, perdió sentido. Pero ya va a cumplirse un año de la muerte, hace un calor que huele a invierno, Catherine ríe sudorosa a su lado y se siente el olor de la comida que la amiga prepara para los tres. Casi se siente optimista Fernando, aunque es difícil. Y de cualquier forma, está de buen humor.-Esta tarde me tomo vacaciones -bromea Aldecoa tirando el periódico sobre una silla: es un gesto que él sabe simbólico-. Esta tarde me tomo vacaciones, pero mañana sigo...
Si no encuentra trabajo, se dice, marchará dentro de unas semanas a la vendimia con Nando, el marido de Catherine.
-Pero Fernando, no te creas que es fácil conseguir que te contraten en la vendimia -comenta la amiga.
-Ya lo sé, pero Nando tiene conexiones allí-, con ellas el trabajo será seguro.
Catherine sí. Catherine trabaja desde enero en la guardería. Tuvo suerte: los dueños la conocían y le dieron el empleo. Está bien Catherine ahora; está saliendo de esa nebulosa caótica de los pasados años. Ahora, habitante en Pozuelo junto con Fernando y Concha, cuidando a Juren, la hija de Fernando, amparándose a tres, va «aprendiendo» a vivir, se serena.
-¡Eh!, vosotros -comenta la amiga- Mañana me marcho al Canet Rock, ¿os venís?
No estaría mal, piensa Fernando, pero hay que conducir muchas horas y el coche le pone nervioso desde que tuvo aquel pequeño incidente con la policía, hace unos meses -o la policía con él-, por conducir algo cargado.
-Yo no puedo -dice Catherine- El lunes tengo que ir a la guardería.
Y ella es muy pundonorosa en esto, sonríe Fernando para sí, casi irritado: prusiana en el trabajo.
-Es mejor dejar Canet paraotro año...
«Catherine murió en la madrugada del 4 por sobredosis. Yo me voy cuando empieza el día 6.» Los encontraron el mismo 6 por la tarde. Era un miércoles. El agua salía por debajo de la puerta, ese fue el aviso. Ella en la cama, él en la cocina, los brazos tajados brutalmente. Y la palabra fatal: «sobredosis». El sifón del váter está roto desde hace tiempo, el agua se sale. Pero bajo la palabra perversa, ese agua que corrió bajo la puerta ha de adquirir matices siniestros, voluntarios. Drogadictos. Es un caso más de muerte por «caballo». Bajo el tampón policial de heroína todo se ordena confortablemente, todo está admitido, todo es explicable. Puede haber conjuras, Internacionales siniestras, asesinatos. Que no se estremezcan los honestos padres de familia: la muerte de un drogadicto no afecta al mundo, es una muerte justificada, moralizante, aparte:,ellos se lo han buscado. No hay angustia compañera, sus cadáveres sólo ponen una rúbrica al buen orden.
Estaba muy enferma de las vías respiratorias. Catherine, quiero decir. Era una insuficiencia que, a sus veinticinco años, se había hecho crónica, ya había habido problemas. Con la heroína, sí: colapsos en anteriores tomas. Usar «caballo» en estas condiciones es más suicida que nunca, ¿y qué? Darse el pico no es un hecho aislado, forma parte de un todo, es precisamente vivir en el filo del riesgo también en eso. Tan suicida como el «caballo» es ser distinto. Tan suicida es vivir a tres, intentar nuevas formas de relación. Y mantener una amistad grupal con el marido de Catherine, una amistad que el exterior condena, incomprensible y peligrosa porque no es cornuda. Es suicida intentar cuidar amorosa y colectivamente a Juren, la niña de cuatro años, más allá del papel del propio padre o de la madre muerta. Es tan suicida no poder encontrar sitio en una sociedad que se deshace. Son gestos personales irreversibles que van abriendo abismos, que te empujan, que te insertan en una inercia marcada por los otros. Está escrito: en alguna medida, quien no se adapta a las normas es carne de caballo; es más cómodo:
-En Francia, desde hace cuatro años, se está llevando a cabo una furiosa campaña en torno a las drogas. Ha coincidido esto con la desaparición del temor a los grupos de izquierda. Y es lo mismo que está pasando en España -dice alguien.
Se necesitan monstruos con los. que poblar las lindes prohibidas de la decencia. Si los pavores políticos ya no sirven, se potenciaran los de las drogas. El camino del bien es estrecho, a veces espinoso: hay que ennegrecer el abismo de desorden que limita la senda. Si usted se atiene a las normas será feliz: fuera de ellas todo es llanto y crujir de dientes. Es una sociedad rígidamente satisfecha la que empuja hacia la heroína, hacia ese «caballo» al que dice combatir. Yel «caballo» sabe siempre a muerte, es la última soledad, es el espanto. Es un pavoroso y útil cuarto de ratas para ninos malos.
-Hasta luego: nos vamos de viaje a la Conchinchina -dijeron Fernando y Catherine, el domingo 5, en el Rastro, cuando entregaron a la niña al hermano de Elsa. Fue una frase quizá casual que se ha querido interpretar después como aviso de suicidio. Es posible que el domingo les regalaran una dosis. Poco sería, porque no tenían dinero. Muy poco tuvo que ser, ya que Fernando no disponía de heroína para morir y se tuvo que cortar los brazos. Qué pensaría Aldecoa al descubrir a Catherine muerta... Dos días con su cadáver, cansado y solo. Quizá pensó en su apellido, en esa pesada herencia que le dejó su padre, militar heroico, capitán de Aviación que se mató en el 57, al dar un looping demasiado cerrado en una exhibición de acrobacia, estrellándose en la pista frente a él. Pensaría quizá en ese año y medio de cárcel que padeció a los diecisiete, cuestiones políticas, y a se sabe; él era inteligente, sensible y vitalmente anarco; dicen que pagó un lío de armas sin licencia del que no era culpable. Y aunque lo fuera. Después vinieron los viajes a París, las tertulias en La Boule d'Or con García Calvo, el irse desencantando de la política activa. A los veintiuno ya había pasado otro año en prisión por drogas: son demasiados antecedentes, demasiados para sobrevivir. Lo intentó Fernando, sin embargo. Marchó a Ibiza, se quedó allí dos años: quiso inventar, al mismo tiempo que otros muchos, la serenidad marginal de la vuelta a la naturaleza. Conoció a Elsa, se casó con ella. Decidió tener un hijo. Volvió a Madrid, abrió la librería. Panorama estaba especializada en textos anarco, en libros de pedagogía antiautoritaria, en estudios naturistas. Cientos y cientos de páginas a la búsqueda de nuevas formas, de vida, de salidas, de otros valores Pero estamos en los setenta, en esos años setenta arrasadores, mediocres, represivos. Las euforias colectivas agonizan: el anarquismo, el naturismo, Ibiza, son sueños cándidos que se deshacen. Fue hace dos años y medio cuando esa amiga íntinia, tan querida, se suicidó en París, delante de ellos. Era el comienzo del fin. El día 7 de septiembre de 1977 Elsa aparece en Pozuelo muerta. Sobredosis de Nembutal, dicen. Y no fue sólo la muerte lo terrible, no fue sólo la carencia de Elsa, el convencimiento de la inutilidad, la soledad.. Fue también la comisaría, las mil preguntas, el atestado abierto, los interrogatorios. Las muertes por sobredosis ahogan policialmente a los que quedan: se les marca, se les etiqueta, se les archiva. La biografía de los marginados se condensa en cárceles, detenciones y procesos: convierten a las personas en una ordenada relación de sus «desórdenes», en folios mecanografiados y culposos sin posibilidad de redención. Fernando Aldecoa era y sería siempre ese joven de buena familia indecente y descarriado. Ya lo escribió en un artículo de ABC Alfredo Semprún hace muchos años, la espada justiciera enarbolada contra él por enfangar un buen nombre: terminará mal este chico. Y, sin embargo, él quiso vivir. En las oscuras semanas tras la muerte de Elsa habló de marcharse a Venezuela con Juren, un nuevo intento. Pero rondaba ya los treinta, no tuvo fuerzas. Quizá había llegado ya a saber que ni tan siquiera la heroína es una opción personal ni heroica, sino un burdo imperativo. Se quedó, pues, Fernando, y arrastró por Madrid una existencia trabajosa. Un mes después de la muerte de Elsa encontró a Catherine en una discoteca. Muy borracha, muy triste, muy sola. Fue su unión un protegerse mutuamente. Y queriéndose así, apuntaladós, viVieron un año.
Eh!, vosotros. ¿os venís a Canet Rock?
No se fueron. Murió estúpidanente Catherine. Posiblemente ni fue sobredosis. Para ahogar su tenue respiración enferma no hacía falta ni tan siquiera el «caballo». Murió estúpidamente Catherine en la mañana del lunes. Tres días después se cumpliría un año del suicidio de Elsa. Quizá no quería matarse Fernando, no quería... Dos días permaneció abandonado y loco en la casa. Se haría un café, sabiéndola allí, saldría a dar una vuelta, acorralado, compraría un periódico con el automatismo de la normalidad, pasearía por la casa. Pensaría en la policía, en nuevos juicios, en interrogatorios, en antecedentes. Es tal el peso de una biografía «criminal» que ésta acaba por, determinar tu vida, es un círculo asfixiante. Se cumple un año de la muerte de Elsa y la pesadilla vuelve a empezar, la soledad, el sentirse acosado, el afrontar la vacía y cansina cotidianeidad de cada día. Quizá no quería matarse Fernando, no quería: tardó tanto tiempo en decidirse. Daría una última vuelta por la casa, miraría su rostro en un espejo casual, sintiéndolo tan ajeno. Buscaría un bolígrafo, un papel, un cuchillo con filo.
«Catherine murió en la madrugada del 4 de sobredosis. Yo me voy cuando empieza el día 6.»
Quizá ni tan siquiera fuera sobredosis, qué más da: Fernando murió respondiendo a su insalvable papel de drogadicto. No pudo controlar su muerte como no controló su vida. Su suicidio estaba esperándole desde hacía mucho tiempo en una hoja en blanco de la carpeta de antecedentes, esa que recoge su trayectoria de animal dañino.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.