¿Quién pretende servirse de la Corona?
El previsible fin de los debates constitucionales parece haber puesto nerviosas a algunas formaciones políticas que esperan impacientemente obtener, no se sabe con qué fundamento, ventajas de los acontecimientos que eventualmente se sucedan después de la consulta del referéndum. Al propio tiempo, temen la visible consolidación de otros grupos políticos.El hecho no tendría más alcance -es normal que los impacientes se pongan nerviosos- de no ser porque en la campaña desencadenada para tal fin se ha comenzado a involucrar a las más altas magistraturas del país.
La tesis defendida recientemente por el dirigente de una de las fuerzas más duramente castigadas en sus expectativas por las elecciones del pasado año consta de tres propuestas: nombramiento de un presidente del Gobierno neutral, que forme un gabinete de notables apartidistas; reforma de la ley Electoral, y convocatoria urgente de elecciones municipales y generales.
Dando por supuesto que esta tesis no admite la más mínima réplica y que es sencillamente incontestable, se apremia al Rey para que haga suyo el programa de este partido minoritario y se viene a condenar a todos los que no coinciden con él acusándoles de pretender servirse de la Corona. Todo ello rematado por veladas amenazas que no por ser cada vez más frecuentes dejan de ser menos aceptables.
Pero, vayamos por partes, porque ahora no valen expresiones como aquella de, que «el timing» lo marco yo. El impetuoso dirigente a que me refiero considera incuestionable que el Monarca, para cumplir con su función arbitral suprema, debe encargar la Presidencia del Gobierno a una personalidad sin filiación política de ningún tipo. Lo que no está claro es cómo podría hacerlo, existiendo como existe un Gobierno que goza del apoyo parlamentario preciso y teniendo en cuenta que las soluciones extraparlamentarias -el caso de Portugal es, a este respecto, expresivo- suelen ser fatales en un sistema democrático. Y existiendo como existieron unas elecciones por nadie contestadas que configuraron de forma presumiblemente definitiva un sistema de partidos bastante racional -aunque naturalmente ello le pese a las minorías- y proporcionaron unos resultados que, precisamente, no cabe tachar de «provisionales». En un régimen democrático la «provisionalidad» dura tanto cuanto sea el tiempo de mandato previsto, salvo en los casos de disolución anticipada del Parlamento que contemple la norma constitucional.
Respecto de la modificación del procedimiento electoral, el vigente puede ser válido o mejorable, según las opiniones, pero, desde luego, no puede estar sometido a continuas revisiones, impuestas además por los partidos que en cada momento resulten perdedores. De otra parte, la normativa electoral está sustancialmente constitucional izada, por lo que no cabrán en ella modificaciones fundamentales si la propia Constitución es aprobada, y no cabrá, desde luego, volver a un sistema mayoritario que, si se defiende, no es precisamente por razones altruistas, sino por puros intereses de partido. La experiencia del 15 de junio demostró que las minorías representativas, a diferencia de lo que ocurre con el sistema que desde este sector se propicia, quedan suficientemente protegidas. Tranquilícense pues los minoritarios: la representación proporcional, aunque sea con correctivos, les asegura una presencia en la Cámara baja.
Finalmente, tras la Constitución habrá elecciones: municipales, puesto que así quedó plasmado en la ley de Elecciones Locales, legislativas, según el uso que el Gobierno quiera hacer de las facultades que habrá de concederle la Constitución si se aprueba la disposición transitoria que otorga precisamente a este Gobierno, y no a otro, la facultad de disolver las Cámaras.
No se haga, por tanto, evidente lo que no lo es; ni se quiera tampoco dar alegre carpetazo a la realidad de las primeras elecciones democráticas que celebró España después de cuarenta años.
Si es legítimo esperar una mejora de posiciones en un segundo turno, no es aceptable menospreciar una manifestación de voluntad popular expresada hace apenas quince meses, sobre todo por quien sostuvo que el cambio político no era ni debía abrir un proceso constituyente. Y mucho menos pretendiendo que el Rey no tiene más alternativa que la que aspira a imponer un líder minoritario. Eso sí que es tratar de servirse de la Corona.
Para cualquier observador desapasionado es evidente que la acción política de UCD no ha hecho sino consolidar la posibilidad de que el pueblo ejerza periódicamente su soberanía y, consecuentemente, consolidar así también la institución monárquica. Eso es servir al pueblo y a la Corona.
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