El quinto año de la Junta chilena
Escritor y ex diplomático chilenoFuera de Chile, uno tiene la impresión de que los chilenos se dividen en allendistas, pinochetistas. Los que no simpatizan con la derrotada Unidad Popular son sospechosos de pinochetismo, y viceversa. Pues bien, una de mis primeras sorpresas, al llegar de visita a Chile después de siete años de ausencia, consistió en comprobar que esta disyuntiva no se plantea, al menos de esa manera, en el interior del país. Tropecé a cada paso con allendistas decepcionados, que pensaban que la incompetencia de la Unidad Popular, y no sólo la CIA aliada con la oligarquía interior, había tenido una parte seria de responsabilidad en la destrucción del sistema democrático, y con partidarios del golpe militar que sentían que sus objetivos, al cabo de casi cinco años, empezaban a ser olvidados o traicionados. Para mucha de esta gente, la justificación de los sucesos del 11 de septiembre de 1973 había consistido en la restauración de la democracia burguesa, pero no en la instauración de un régimen de poder personal de duración indefinida.Leigh y los golpistas, desilusionados
A lo largo de los primeros meses de este año, todas las declaraciones formuladas por el general Leigh, el miembro de la Junta que demostraba mayor facilidad de expresión y un manejo más ágil de ideas abstractas, parecían dirigidas a captar a los golpistas desilusionados. Cuando llegué a Santiago, pocos días antes del enfrentamiento definitivo entre los generales Pinochet y Leigh, eran muchos los chilenos que le preguntaban al primero que pasaba, con toda ingenuidad, de cuál de los dos generales que contidario. Oí a personas que contestaban, con cierta agresividad irónica, que «de ninguno de los dos», y esa ironía permitía detectar al demócrata cristiano o al izquierdista emboscado. Pero los partidarios explícitos de Leigh eran muchos. El pinochetismo, en cambio, similar al franquismo de fines de los años sesenta, se manifestaba tácitamente en la aprobación de ciertas tendencias generales: la restauración del orden público, por ejemplo, o la relativa estabilización de la moneda. «Toda la vida he sido una persona de filosofía liberal», me dijo en plena calle un miembro del Consejo de Estado a quien había conocido en mis años de diplomacia, «y ahora me esfuerzo por liberalizar el régimen, puesto que no puedo estar de acuerdo con esta política, pero creo que ellos han manejado bien la economía», y el conspicuo personaje, cuyas fiananzas personales no le permitían tener un atomóvil como el de algunos oficiales del Ejército, se despedía de mí para subirse, con su impecable traje oscuro, a un atestado autobús del transporte colectivo.
La prueba de fuerza entre Pinochet y Leigh se definió en un golpe de Estado incruento, que costó la salida de toda la plana mayor de la Fuerza Aérea, nada menos que diecinueve generales, con la sola excepción del ministro de Salud Pública, escogido por Pinochet para reemplazar a Leigh en la Junta, y de otro general que se encontraba en el extranjero como agregado aéreo. Algunos políticos de la vieja escuela sostuvieron en privado que Leigh había jugado mal su carta. Lo que domina la situación chilena en estos días es algo que se ventila en Washington, no en Santiago de Chile: el proceso por el asesinato de Orlando Letelier y de su secretaria norteamericana. Leigh había amenazado, en declaraciones a un periódico de Italia, con abandonar la Junta en caso de que el proceso de Washington implicara directamente al Gobierno militar. Según estos políticos, Leigh había pecado de locuacidad excesiva, había anunciado antes de tiempo las medidas que pensaba tomar, y Pinochet, hombre de pocas palabras, pero que se ha caracterizado por sus decisiones fulminantes, había resuelto expulsarlo antes de que pudiera hacerle un daño mayor.
El general Pinochet ganaba la partida una vez más, pero su base de sustentación política se reducía. Uno de los generales de aviación que tuvo que retirarse junto con Leigh, el general Díaz Estrada, jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional hasta el día de la crisis, declaró textualmente a Hoy, revista que canaliza la oposición posible y que se ha convertido en dos años en la más leída del país: «No se trataba (con el golpe militar) de reemplazar una dictadura marxista por una dictadura de tipo diferente. Se trataba de restablecer la democracia...»
Ataques desde Washington
Tuve muchas veces la impresión de que el Gobierno se encontraba a la defensiva, atacado desde Washington y atacado desde el interior por muchos de los que habían sido sus partidarios hasta hacía muy poco tiempo. Sin embargo, las alternativas políticas tampoco parecían demasiado claras. «Si no encuentran una so lución jurídica del caso Letelier que sea satisfactoria para Washington, tendrán que buscarse otro general», le confesó un embajador norteamericano de paso, hombre de la derecha republicana, ex miembro del Gabinete de Nixon, a un empresario chileno. Ese embajador pensaba que el modelo económico de la escuela de Chicago, aplicado en Chile con implacable coherencia y con absoluta indiferencia frente a su costo social, empezaba a mostrar resultados positivos. El hecho de que el modelo de Chicago mantuviera al 20% de la población activa desocupada no parecía inquietar al embajador en viaje. Y, sin embargo, él pensaba que el asunto Letelier era el nudo gor diano de la política chilena.
Dentro de ese ambiente, hacía meses que el país había empezado a recuperar sus hábitos libertarios, esos hábitos que dieron un sello original a la vida política chilena durante un siglo y medio de existencia independiente. Se hablaba sin miedo en las conversaciones privadas, y a menudo me hacían notar que un año antes no habría sido posible hablar con igual soltura de cuerpo. La sátira política empezaba a manifestarse en las caricaturas de algunas revistas, género que en períodos pretéritos había alcanzado enorme auge, y se publicaban críticas frontales, a veces humorísticas, al Gobierno en la sección de cartas al director de revistas y periódicos. Un editor ágil podría hacer hoy día una sorprendente antología de estas cartas, enviadas por chilenos del interior y del extranjero. En la mina de cobre más importante del país, Chuquicamata, el dirigente sindical gobiernista fue recibido con una silbatina gigantesca por más de dos mil obreros y tuvo que retirarse de la sala. Las autoridades despidieron de inmediato a seis obreros que hicieron uso de la palabra después de la salida del sindicalista amarillo, pero ellos recibieron la solidaridad de sus compañeros y de otros sindicatos del país, hasta el punto de que el mundo sindical ha permanecido todos estos días en intensa ebullición.
Teatro disidente
También había síntomas interesantes de reacción en el mundo de la cultura. Ahora existe en Chile un teatro disidente seguido por el público y aplaudido con entusiasmo cada vez que se escucha un párrafo alusivo al régimen. A pesar del precio escandaloso de los libros, recargados con un impuesto a la compraventa similar al que grava cualquier objeto de consumo, los chilenos parecen recuperar la costumbre de la lectura literaria. Los jóvenes poetas se reúnen y se las arreglan para publicar sus poemas, aunque sea en hojas sueltas, sin morderse la lengua para denunciar al régimen, a pesar de que algunos se hallaban hacía poco tiempo en los campos de Cuatro Álamos o de Chacabuco.
Entre tanto, algunos políticos del pasado parlamentario, desde miembros de la antigua derecha liberal hasta militantes socialistas, con demócratas cristianos, radicales y socialdemócratas de todos los matices, se reunían con intelectuales independientes y formaban un grupo de estudio para elaborar una nueva Constitución democrática. Era la réplica a la Constitución que los juristas del régimen estudiaban a puerta cerrada y que debía dar a luz una democracia «autoritaria» o «protegida», de probable estilo franquista.
El lado siniestro de la vida chilena, el de la represión política y el de la altísima desocupación laboral, es un lado invisible para los turistas, para los diplomáticos en viaje de fin de semana y para los habitantes de los barrios elegantes de Santiago. El alcalde de la ciudad es un empresario joven, eficiente, y por lo menos ha conseguido,que las calles estén limpias. El sistema de importación libre ha permitido que proliferen las tiendas de objetos importados. Confieso mi sorpresa al descubrir Le Monde y el Herald Tribune en algunos quioscos del centro. Pero los que conocen el lado oscuro de esta realidad son los sacerdotes que ejercen su apostolado en las poblaciones marginales. A pesar de que el cardenal Silva Henríquez ha mantenido una posición de clara defensa de los derechos humanos y es uno de los hombres más odiados por la extrema derecha, esos sacerdotes solían enjuiciar la moderación política de Silva Henríquez con una severidad, que me pareció poco realista. De todos modos, sus opiniones eran el reflejo de una lucha cotidiana extremadamente dura.
Uno de estos sacerdotes tuvo una larga conversación con el general Pinochet. El general habría escuchado con suma atención, inquiriendo uno que otro detalle. Como Harun al Raschid, también quería saber lo que ocurría en los sectores más desharrapados de sus dominios. Después de escuchar la descripción de la vida en las poblaciones y del trabajo del joven sacerdote, el comentario final habría sido el siguiente: «Yo, si estuviera en su lugar, haría exactamente lo que hace usted... pero usted, si estuviera en el mío, no podría hacer otra cosa que lo que yo hago...»
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