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Experiencias pedagógicas

Hace no mucho se celebró el centenario de la Institución Libre de Enseñanza y ahora se celebra el cincuentenario de la fundación del Instituto Escuela, como centro pedagógico, piloto o experimental. Claro es que los actos han tenido lugar con carácter privado, porque tanto el Instituto como la Institución se cerraron con la guerra y fueron considerados como lugares de corrupción. Luego se echó un velo tupido sobre su memoria hasta que, de modo insospechado, hubo gentes que comenzaron a interesarse por ellos y a descubrir que allí no se hacía la carrera de incendiario o terrorista.Hoy el Gobierno ha hecho un gesto de reparación con respecto a la Institución, organismo privado. Con relación al Instituto no resulta fácil hacer algo parecido, porque dependía del Estado. Hay que hacer algo, sin duda, para que de lo que se suprimió «manu militari» se tengan ideas claras y precisas. No basta con repintar de gris lo que en una época se pintó de negro y que en su origen era blanco puro.

La mayor prueba de que el Instituto Escuela era algo admirable en su candor es que estos días nos hemos reunido una porción de gentes de casta y pelaje muy distinto, en el querido local de Miguel Ángel, 8, para celebrar no sólo el cincuentenario indicado, sino también para celebrar el haber sido alumnos allí y no en otro instituto. No se trataba de actos organizados por una asociación de antiguos alumnos con el centro en vigencia, como los que pueden organizar los Luises o los antiguos estudiantes de Oxford, por poner dos ejemplos distintos.

Se trata de rendir homenaje a un centro cerrado hace cuarenta años. Claro es que sin ninguna influencia social para repetir prebendas o gracias. Claro es, también, que los que nos reunimos no estamos en edad. de que nos canten:

«Non piu andrai farfallone amoroso/Notte e-giorno dintorno girando/Delle belle tarbando il riposo...»

No. En las reuniones no había ningún «Adoncino, Narcisetto d'Amor». Nadie en edad de conquistar. Calvas, melenas blancas, gafas... Señores de cincuenta y... a setenta poco más o menos. Más triste aún era ver que a las damas tampoco se les podía dirigir un aria amorosa y lánguida con visos de sinceridad. Todos éramos viejos: pero viejos que recordaban su niñez con gusto, en lo que ésta tiene de menos placentero: la escuela, el instituto. Hay hombres que odian a sus maestros hasta la muerte, como le pasó a Stendhal. Hay hombres que de viejos se espantan todavía de lo brutos que fueron sus profesores de la infancia, como le pasaba a mi tío, Pío Baroja. Hay muchas personas que consideran frustrada su niñez porque tuvieron que aguantar a una porción de mentecatos o energúmenos. Y he aquí que en este país, en que los hay como en cualquier otro, aparece de repente un coro de ancianos y ancianas desarrollando un tema como en una tragedia griega: el peregrino de lo alegre que fue su niñez lejana, merced a unos hombres y mujeres de buena voluntad, muchos de los cuales murieron en el exilio, otros postergados. Todos maltratados. No hay que recordar nombres ni casos. Sí hay que desear que esta clase de malas acciones no se repitan y procurar que en este y otros órdenes la fiera verdad, la terrible verdad, no se olvide o se pretenda encubrir con un gesto de impaciencia: «Eso ya paso. Usted exagera. La realidad es que después hemos vivido años prósperos. El nivel de vida ha subido.» Pasó, sí. A fuerza de dolores... y el nivel de vida de los muertos sólo ellos lo saben. Pero vuelvo al tema. La experiencia dice que el Instituto Escuela fue un centro ejemplar. Esto queda demostrado, en primer término, porque los que estudiamos allí nos sentimos contentos de haber pasado la infancia en su recinto. Hoy, ya en la edad en que don Miguel de Cervantes se consideraba al pie de la sepultura (o con unos años más) celebramos nuestra suerte. Por otra parte, si como individuos, aquí, en España, hemos dejado de hacer lo que se podía esperar de los alumnos de un centro modelo, la responsabilidad no es del centro, sino de quienes lo pulverizaron. ¡Cuántos alumnos no emigraron también! ¡Cuántos vegetaron porque se consideraba un mal antecedente haber estudiado allí!

Francisco Giral ha hablado de las brillantes actividades de los alumnos dispersos en el exilio americano. Y podría recordar los nombres de compañeros que han tenido espléndidas carreras fuera, como Joaquín Sánchez Covisa, muerto hace no mucho en Caracas, o Juan Negrín, que trabaja en Estados Unidos. Hombres perdidos para España, a la que, sin duda, sobra de todo. ¡Qué le vamos a hacer!

Pero los supervivientes, con achaques y debilidades, frustrados o no, estamos aquí para decir: «Hay que aprovechar la experiencia del Instituto Escuela, en primer lugar, porque daba un trato humanísimo a los niños y porque de ellos no quería hacer enciclopedias, sino hombres. Hacen falta pruebas y experimentos similares para enderezar la enseñanza, que es una de las cosas más torcidas y envenenadas que existen.»

Hay que hacer que el niño no se haga agrio, malhumorado o avieso a causa de ella. Cuando veo a mi sobrina estudiar como estudia y lo que estudia me admiro de la resistencia infantiI y de las cabezas que pueden tener los pedagogos, que creen que los niños deben ser enciclopedias de física y química, de literatura, de historia, cargándoles de fórmulas, fechas, cifras, nombres y poniéndoles pruebas inhumanas; obligándoles, en fin, a cargar el trabajo en casa. La dieta del licenciado Cabra era más racional en su tasa de los alimentos del cuerpo. Porque, según la pedagogía española actual, el niño debe ser una especie de Gargantúa que trague todo lo que le echen: un animal con siete estómagos para digerir tanto saber. No se trata de la «alfalfa espiritual para los borregos de Cristo» que repartía el fraile barroco en su librón, sino de bodrios incomestibles que pueden producir toda clase de males y que de hecho ya los están produciendo.

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