El Papa y España
HOY ES el solemne día en que el cardenal Luciani comienza oficialmente su pontificado como Juan Pablo I. La elección por el cónclave del arzobispo de Venecia fue recibida, en un primer momento, con sorpresa y desconcierto. Sin embargo, la inusitada rapidez con que la nube de humo pasó del negro al blanco da fuerza a la hipótesis de que las tres semanas de negociaciones previas entre los electores, además de eliminar a los candidatos más polémicos de las diversas tendencias, también sirvieron para buscar a una personalidad que facilitara el encuentro entre dichas corrientes. Los procedimientos secretos y el compromiso formal de no revelar las claves de esos mecanismos negociadores dejan sólo espacio al rumor a la hora de explicar el sentido de la elección.La decisión del cardenal Luciani de recibir el nombre de Juan Pablo I extiende todavía más las fronteras de la duda para quienes deseen entrever la dirección que la Iglesia católica pueda tomar en el curso de los próximos años. La doble alusión a sus predecesores en el Vaticano, el papa Roncalli y el papa Montini, no encierra ningún programa doctrinal concreto, como no sea el compromiso de no regresar a épocas anteriores, de signo y rumbo preconciliar, en el peor sentido de la palabra.
En cualquier caso, la preocupación por las orientaciones que Juan Pablo I puede imprimir a su pontificado no sólo son de orden religioso y no sólo incumben a los católicos. Por ejemplo, las actitudes adoptadas por Roma en torno a cuestiones como las que afectan al derecho a la vida y a la política familiar pueden jugar un papel muy destacado para los destinos de la Humanidad en las próximas décadas. Así, la condena por Pablo VI de los métodos anticonceptivos en 1968 puso fin a las esperanzas -entonces muy extendidas- de que el magisterio de la Iglesia en este terreno pudiera abrirse a posiciones diferentes a las que tradicionalmente había venido sosteniendo. Pese a la evidente aplicación, flexible en la práctica, de las palabras de Pablo VI, no cabe duda de que la población de credo católico encuentra aún serios problemas para hacer compatible el respeto por la encíclica Humanae Vitae y una planificación familiar. Los problemas resultan aún mayores en el caso de gobernantes católicos que se debaten entre la presión de la Iglesia sobre sus conciencias, y la de los ciudadanos que reclaman sus derechos a la hora de establecer una política demográfica acorde con los tiempos. En definitiva, la influencia electoral y simplemente política de todas estas cuestiones en países de tradición católica es muy fuerte.
En el mismo terreno, las insalvables trabas doctrinales puestas hasta ahora por la Iglesia al divorcio contrastan con las facilidades que vienen dando los tribunales eclesiásticos para la anulación de matrimonios, al menos en los casos de los cónyuges que tienen el tiempo y dinero suficiente para llevar adelante el procedimiento procesal y no excesivos reparos en reconstruir el pasado de la pareja a su mejor conveniencia. Cuando se recuerda que la ley, Fortuna sobre el divorcio hizo tambalear, en un referéndum promovido a instancias del Vaticano, los cimientos de la democracia italiana, y que en España la no exclusión constitucional de la posibilidad del divorcio civil ha llevado a los diputados de Alianza Popular a rasgarse las vestiduras, resulta difícil negar la importancia política que puede revestir en un país como el nuestro la actitud que, sobre este y otros muchos temas, pueda adoptar en el futuro la Iglesia de Roma.
Pero pocas son las esperanzas que los observadores y analistas de la política vaticana expresan en este terreno, al igual que en lo referente al levantamiento del celibato para los sacerdotes. Para decirlo en un plano más general, la Iglesia ha realizado grandes avances desde el Vaticano Il en el campo de la libertad de pensamiento, del respeto a otras creencias, del reconocimiento del papel de los laicos dentro de la comunidad católica, de la aceptación del pluralismo político y de la autonomía del reino de este mundo, de la solidaridad con el mundo de la pobreza, y del subdesarrollo. Sin embargo, apenas es detectable un tímido cambio en lo que se refiere a la concepción de la intimidad de las personas, sus derechos humanos como individuo, o los criterios sobre la vida sexual y afectiva.
La estrechez y desconfianza del enfoque católico tradicional sobre estos temas afecta también al resto de los comportamientos sociales y políticos. La hipócrita moral sexual de la postguerra española y sus efectos en otras esferas de la vida social es un buen ejemplo del chantaje, religioso que puede hacerse a un pueblo desde la alianza mítica de la cruz y la espada.
Pocos días antes del fallecimiento de Pablo VI, el Gobierno español decidió prorrogar por unos meses el Concordato entre España y la Santa Sede, cuya vigencia caducaba formalmente el 28 de julio de 1978. El rey don Juan Carlos, que asistirá hoy a los actos con los que se inaugura el comienzo del nuevo papado, y que será recibido por el Pontífice en audiencia privada, quizá pueda tener ocasión de recibir las primeras impresiones acerca de las eventuales modificaciones del clima que en las negociaciones España-Vaticano pueda traer consigo la elección de Juan Pablo I.
Existe una plena conformidad de principio para sustituir el actual Concordato por cuatro acuerdos específicos; la prórroga establecida el mes pasado se justificó por el hecho de que, hasta dentro de unos meses, no estarán en vigor ni la nueva Constitución española ni las leyes orgánicas que van a desarrollar parte de su articulado. El. primer acuerdo, de contenido jurídico, versará sobre la personalidad jurídica de la Iglesia, en el marco de un Estado no confesional, el reconocimiento de la Conferencia Episcopal como portavoz de aquélla, la libertad de organización de congregaciones religiosas y el régimen matrimonial. El acuerdo especifico sobre enseñanza -sin duda uno de los más espinosos, dada la peculiar situación de los colegios de la Iglesia en nuestro país- planteará como principal tema de discusión el derecho de la Iglesia a dirigir centros de enseñanza; la regulación de los medios de comunicación social de la Iglesia y la libertad de los padres para que sus hijos reciban o no enseñanza religiosa forman también parte del convenio. El tercer acuerdo se refiere a la asistencia religiosa castrense y a la regulación del servicio militar de los sacerdotes. Finalmente, el último acuerdo específico, de contenido económico, es el que parece encerrar mayores superficies de roce: el destino del patrimonio artístico eclesiástico, las subvenciones presupuestarías a la Iglesia (en este momento, algo más de 6.000 millones de pesetas anuales) y el régimen fiscal que se le aplique.
Es de suponer que la sustitución del Concordato por ese cuádruple acuerdo no sufrirá excesivas demoras, una vez que el ordenamiento constitucional de la nueva democracia española esté definitivamente ultimado. Juan Pablo I podrá culminar la larga etapa de negociaciones que, de forma tan prometedoramente satisfactoria, tiende a normalizar, en un plano de igualdad exento de privilegios, las relaciones entre un Estado no confesional, pero en el que viven millones de católicos, y una Iglesia que renuncia a utilizar el poder temporal de manera directa para sus propios intereses. La presencia de los Reyes hoy en la Santa Sede trasciende, pues, del mero protocolo. Junto a la representación de un pueblo fervoroso y mayoritariamente fiel a la fe romana llevan la de un Estado democrático y moderno, demasiadas veces sometido a lo largo de su historia al espíritu de cruzada. En la medida en que el Estado vaticano sea capaz de delegar en la jerarquía española cuestiones de fondo en la negociación, existirán motivos para creer que la cátedra de Pedro se despega progresiva y rápidamente de sus atributos, todavía visibles, de poder temporal.
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