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Victorinos mansos y peligrosos

La corrida de Victorino Martín fue un fracaso ganadero en términos absolutos, aunque no tanto si la contemplamos desde determinados valores relativos. Y quizás hasta pudo suponer una reafirmación de su leyenda que en pocos años ha adquirido, con justificación o sin ella, casi tanto volumen como la de los miuras.Cada uno triunfa o fracasa según el número que ha querido montar. Los núñez-bombones fracasan cuando dejan de ser bombones y sacan genio, aunque este genio acompañe a la nobleza. Los victorinos fracasarían de pleno si perdieran la tremenda casta que tienen para cambiarla por borreguería, aunque esa borreguería fuese también acompañada de nobleza.

Es decir, que, a lo mejor, Victorino no fracasó ayer en Bilbao, sino que triunfó. Las opiniones de los aficionados se dividían. Para unos, estos toros no se pueden torear. «¡Qué no vuelvan, que se los coma el ganadero!» Para otros, éstos son los toros que necesita la fiesta. «iLo que hace falta son toreros que conozcan su oficio para poder con ellos!»

Plaza de Bilbao

Corrida de abono. Toros de Victorino Martín: muy serios, con gran trapío, aparatosos de cabeza, astifinos; mansos y peligrosos. Manolo Cortés: pinchazo, media y cinco descabellos (silencio). Dos pinchazos y bajonazo (bronca). Ruiz Miguel: pinchazo y estocada delantera, caída y rueda insistente de peones (bronca). Dos pinchazos, media delantera y dos descabellos. La presidencia le perdonó un aviso (aplausos y saludos). Frascuelo: estocada delantera y contraria (silencio). Estocada contraria y descabello (palmas).

No diría tanto, ni en un sentido ni en otro. Es verdad que a los victorinos los lidiaron mal. Al toro de casta no se le puede ir equivocando la lidia, una vez y otra, en un tercio y en otro. Por ejemplo, a todos los picaron desastrosamente. No eran bravos, pero tampoco se rajaban escandalosamente en el castigo, y la mayoría tomó recargando el primer puyazo. No se justificaba, por tanto, que le exigieran la carioca o que les acorralaran entre el caballo y las tablas.

Si ya de salida acusaban defectos, después de cornear sobre el peto sin posibilidad de defensa (mucho menos de ataque), es lógico que tales vicios se acrecentaran. En banderillas, parecidos errores, y a varios toros se las pusieron una a una y a la escapada. O después de laboriosas e interminables preparaciones, como en los de Frascuelo, que cogió los palos y, por cierto, banderilleó muy mal.

Para el último tercio, los victorinos ya sabían el nombre del presidente y el de todo el personal de barrera, y le guiñaban el ojo a la morena de rosa. Ya puede imaginarse, pues, lo que sabrían de los toreros y de la tauromaquia misma. «¿A mí me va a torear al natural? ¡Quítate de ahí, no te vaya yo a dar el pase del celeste imperio, para que te enteres de lo que vale un peine!».

Los trasteos fueron de angustia, pues ante estos saberes y aquellos otros quereres (los de los toreros, que derrocharon voluntad) la sombra de la cornada estuvo sobrevolando la arena negra de Vista Alegre durante toda la tarde. Hubo, sin embargo, una excepción, que fue la del primer toro, el cual tuvo nobleza y Cortés le instrumentó una faena inteligente y torerísima, para paladares sensibles de aficionado verdadero, con dos series de derechazos de ole-con-ole, artísticos, pero hondos también; templados y rematados detrás de la cadera.

Mas el resto fue la guerra. El cuarto no tenía un pase y Cortés bastante hizo con quitárselo de en medió. Ruiz Miguel, que es un consumado técnico en victorinerías, confió en que con marcarle el viaje a su primero -un esmirriado cabezón- le ganaría la partida, pero la mala uva del victorino pudo más se revolvía con fiereza, ganó un tiempo al torero y le pegó un pitonazo en la espinilla. Ruiz Miguel fue expeditivo: castigó duro por bajo y entró a matar sin más contemplaciones. La bronca desmedida le obligó a emplearse a fondo con el quinto, que era un impresionante camión con la dirección rota. No nos daba tiempo a anotar los atragantones que hubo de pasar el pundonoroso diestro, siempre entregado, al alcance de una cornamenta que le quería coger y fue un alivio cuando la mole cayó descabellada.

Lo mismo hay que decir de la vergüenza torera de Frascuelo, que intentó pases donde no habla ninguno y sorteó con serenidad todas las coladas del mundo.

En cuanto al trapío, no hay discusión: los cuatro últimos victorinos eran apabullantes. Sólo el sexto tenía leña suficiente en la cabeza para fabricar los cuernos de toda la corrida de Buendía que mataron las figuras, y aún sobraban los pitones, para demostrar cómo es la terminación de un astifino. El público aplaudió con entusiasmo la salida de estos toros, y no era para menos. Su estampa constituía todo un espectáculo.

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