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Reportaje:

La familia Gammarelli confecciona la ropa de los papas desde hace dos siglos

Para los romanos, emoción religiosa y conmoción política aparte, la muerte de un Papa tiene siempre una significación más palpable: negocio. Primero, las exequias fúnebres; luego, el cónclave; finalmente, la coronación, dan lugar a una concentración de personalidades extranjeras, periodistas y peregrinos superior a la normal, cambiando divisas en hoteles y tiendas, dejándose clavar por taxis y restaurantes, mientras los vendedores de recuerdos ponen en oferta fotografías del Papa yacente sobre el túmulo, editadas a millares en un tiempo récord, y las imprentas replantean sus compromisos cara a la proclamación de nuevo Pontífice, cuya efigie será reproducida por millones de estampas, almanaques, libros, postales, ceniceros y esos preciosos pergaminos en los que se pone el nombre del comprador delante de la frase «solicita la bendición de Su Santidad», y que luego se exponen como genuinas bendiciones papales en los hogares españoles, irlandeses o norteamericanos.Sin embargo, la muerte de Pablo VI ha ocurrido en el peor momento, según los comerciantes romanos, porque, paradójicamente, agosto es el único mes en el que no pueden «hacer el agosto». «No puedo mantener el establecimiento abierto ni durante el cónclave ni durante la coronación -se lamenta el dueño de un restaurante cercano a la plaza de San Pedro, que los días de las exequias estaba rebosante de periodistas extranjeros-. A partir del 15 se me ha ido todo el personal de vacaciones; ¡para ellos el ferragosto es más sagrado que el Papa! »

Efectivamente, como todos los años. Roma ha cerrado el 15 de agosto y no vuelve a abrir hasta el 1 de septiembre. Las calles comerciales presentan un aspecto desolado, con los escaparates cubiertos por papeles y los cierres metálicos firmemente echados, en todas partes el consabido letrero «Chiuso per ferie» («Cerrado por vacaciones»). Unicamente los marginales de este mundo mercantil, puestecillos y vendedores ambulantes, motocarros de helados y propagandistas religiosos callejeros, resisten firmes en sus puestos de alrededor de la plaza de San Pedro, ofreciendo recuerdos del Papa muerto a los turistas que vienen a ver la tumba y que significativamente «cada vez piden más a, Juan XXIII», según explica una señora que vende medallitas, llaveros, colecciones de postales y ceniceros con el Papa.

En este desierto hay, sin embargo, un establecimiento serio que permanece abierto, un establecimiento situado detrás del panteón, en ese tramo de calle que es una especie de faubourg Saint Honoré de la moda vaticana... Allí, entre una colección de tiendas que parecen sacadas de la Roma de Fellini, cuyos escaparates exponen desde el último grito en diseños y colores para casullas hasta ropa interior especial para órdenes religiosas, se encuentra la sastrería de los Papas.

Sin vacaciones

La sastrería Ganimarelli ha tenido que suspender el cierre vacacional del ferragosto, llamar a los empleados que se iban de vacaciones y ponerse a trabajar intensivamente para cumplir con un compromiso del que se ha responsabilizado en los últimos doscientos años: hacer que el cardenal que sea proclamado Pontífice en el cónclave pueda aparecer inmediatamente vestido de Papa.La casa Gammarelli es un establecimiento sombrío, rancio. Los estantes de las paredes están llenos de piezas de tela en las que están representadas todas las tonalidades del morado. El mostrador de madera, muy amplio, sirve también de mesa de trabajo para un cortador que prepara una faja blanca de moaré de seda, con flecos dorados, como todo lo que se hace allí en estos momentos, «es para el Papa». El propietario, sin embargo, aprovecha esta apertura obligada para atender otras facetas de su negocio, y está enseñando a dos clientes africanos una condecoración y un espadín de ceremonia, complementos del uniforme de alguna de las órdenes caballerescas pontificias, que también se corta allí.

El señor Gammarelli, que autoriza las fotografías después de que aseguráramos que EL PAÍS no es un periódico de izquierdas, explica la amplitud de su negocio, que viste a la mayoría de los 130 miembros del Sacro Colegio Cardenalicio, quizá porque todos esperan en su fuero interno llegar a Papa y vestirse en el sastre de los Papas es una especie de buen augurio. Las medidas de todos estos cardenales se encuentran celosamente guardadas en la caja fuerte del establecimiento y sirven para confeccionar las famosas tres sotanas blancas, que se preparan ahora para que alguna de ellas sea vestida inmediatamente por el cardenal que ocupe la Silla de San Pedro.

En contra de lo que se cree vulgarmente, no se trata de una sotana de talla grande, otra de talla pequeña y otra mediana, sino de unas prendas cuyas dimensiones responden a un cuidadoso estudio de las medidas-base de los papables, hasta llegar a tres prototipos que pueden adaptarse a cualquiera de los posibles Papas. Es algo así como si se metieran las medidas de todos en una computadora y ésta desarrollara tres posibilidades, sólo que en vez de computadora es la familia Gammarelli, de acuerdo con procedimientos profesionales desarrollados a lo largo de dos siglos, la que diseña las tallas. «Pero cada vez supone más trabajo -explica el sastre-. Tras la muerte de Pío XII había sólo cuarenta cardenales, cuarenta tallas que analizar; después de la de Juan XXIII ya eran 75; ahora son 130. Naturalmente, nosotros hacemos, un pronóstico, teniendo en cuenta los quince cardenales con más probabilidades de ser elegidos, y trabajamos fundamentalmente sobre sus medidas.»

En el piso de arriba de la tienda se encuentra el taller de la sastrería, donde hay tres maniquíes de pie. Dos de ellos están vestidos con sendas sotanas blancas, mientras que el tercero espera desnudo la suya. El género es un finísimo moaré de seda blanca, que no ha pasado por la máquina de coser, sino que ha sido trabajado exclusivamente a mano, hasta el último pespunte, por la signora Augusta, una costurera de 58 años que lleva 47 dándole a la aguja en este pequeño taller. «Normalmente una sotana me lleva dos días de trabajo, pero ahora vienen tantos periodistas a ver lo que hago, incluso he salido en televisión... Total, que me hacen perder mucho tiempo», explica esta mujer, romana de pura cepa, a la que en realidad se ve contentísima de constituirse en centro de atención de la prensa. Tiene un legítimo orgullo profesional, compartido por todos los que trabajan en la casa Gammarelli, propio de una empresa que no tiene nada que ver con el mundo industrial moderno, sino que conserva un cierto sabor gremial, cimentado en ese honor que supone haber vestido a todos los Papas desde 1793.

La discreción, sin embargo, es norma de la casa, pero Annibale Gammarelli no tiene inconveniente en hablar de las características de los últimos Papas con respecto al vestir. «Juan XXIII, por su tipo físico, era muy caluroso y pedía que le hiciéramos las sotanas de tela muy finita; las desgastaba mucho y había que hacerle bastante ropa. Pablo VI, en cambio, era todo lo contrario: le duraba la ropa muchísimo, la sotana del primer día, éstas que hacemos sin saber quién va a ser el Papa, la usó luego muchísimo tiempo. La verdad es que Pablo VI no se preocupaba mucho por la forma de vestir, solamente en una ocasión fuimos al Vaticano a hacerle pruebas. Hay que tener en cuenta que ya conocíamos su tipo de antes de ser Papa, como sucede con todos los cardenales. Juan XXIII, sin embargo, sí le daba importancia a la forma de vestir de un Papa, me hacía ir al Vaticano y me enseñaba los retratos de otros Papas y decía: "Así es como quiero que quede tal cosa." Era curioso como conjugaba su sencillez, su humanidad tan franca, con el gusto Por un vestuario un poco a la antigua, de Papa de otros tiempos. El resucitó la caperuza de terciopelo y le devolvió a los cardenales la cola de seda púrpura del traje de ceremonia, que Pío XII había recortado, y que Pablo VI suprimió luego definitivamente.»

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