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El vagabundo con la sombrilla agujereada

Supongo que las estadísticas nos dirán que se lee mucho más que antes. Yo no lo dudo. Pero creo que la proporción de gente que leía porque sí, por el gusto de la lectura, no ha aumentado en la proporción que ha aumentado el género humano y, desde luego, no con la aceleración con que ha mejorado el nivel de vida. Aunque no sé qué sistema se emplea para separar el consumo de los turistas del de los nativos, es seguro que las encuestas nos explicarán que se consumen más libros, como se consumen más cervezas, más coches o más pastillas. Pero aún admitiendo el aumento en la venta de libros, pienso que se leen tan sólo unos pocos de los que se adquieren. El libro es un objeto que se utiliza ahora en función de algo y no se lee gratis. Está desapareciendo el letraherido, el lector voraz y caótico, apasionado y desordenado, aquel omnívoro que se zampaba todo libro que caía en sus manos y así, aún sin, darse cuenta, iba almacenando un fondo de cultura humanística. Al fin y al cabo un hombre culto es, al contrario del erudito, aquél que no ha archivado sus conocimientos y los tiene aparentemente olvidados, aunque en realidad existan arrinconados en el desván de su memoria.Pocos libros proporcionarán el goce de la lectura, el placer de disfrutar de una obra bien hecha, como el último de Jean d'Ormesson, Le vagabond qui passe sous une ombrelle troueé.

Naturalmente, ciertos críticos dogmáticos no saludarán con clarines y timbales su aparición. Estoy leyendo ya sus crónicas pedantes, suficientes, perdonavidas. Con un aire amargado, detestando una profesión que ellos posiblemente eligieron con ilusión, ¡ay!, en sus lejanos años mozos, y practicando ahora, rutinariamente, un terrorismo intelectual en el que ni ellos creen, nos explicarán que el libro de d'Ormesson no mejora la condición de la clase obrera, que es aristocratizante, superficial, de derechas o mil pedantescas chorradas más. La verdad es que no es necesario haber vivido ni leído mucho para ser un perfecto imbécil.

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En la ininteligente y reaccionaria demagogia actual parece que la riqueza es una tara que convierte a las personas en tontas, feas y malas. Y, sin embargo, en una enorme contradicción, pretendemos privar a los pobres -buenos, inteligentes y guapos- de su riqueza, que dejen de serlo y se conviertan en malévolos ricos. Tenía razón el poeta Costafreda cuando, al explicarme un poema que estaba. escribiendo, me decía: «Hablo del pobre y el lector se imagina que voy a decir: compadeced a este pobre pobre. Pues no. Escribo: ¡Ay del pobre! Temedle.»

A d'Ormesson ni le violaron de pequeño, ni robaba gallinas Fiara saciar su hambre, ni su madre ejercía de prostituta para dar de comer a cinco hijos de padres desconocidos. D'Ormesson, qué le vamos a hacer, tuvo una infancia feliz. Para colmo no es negro ni homosexual ni delincuente común, por lo que le costaría encontrar trabajo si lo buscara. Ni tan siquiera, como todo intelectual que quiera ser respetado, se afilió en temprana edad al Partido Comunista para salir de él, quizás por la invasión de Praga o al enterarse de los crímenes del padrecito Stalin o, simplemente, por horror de la aburrida burocratización. Porque con el comunismo vale cambiar de camisa y nadie osará echarle en cara a un tránsfuga del comunismo su pasado rojo, sino que se le considerará siempre con una pizca de respeto y admiración, como si la sangre de Stalin no manchara o la disidencia ideológica no costara condenas de trece años.

Jean d'Ormesson ama la vida. Le gusta leer un libro, gozar de un paisaje hermoso, contemplar un cuadro, pasearse de la mano de alguien a quien ama, coger una brizna de hierba en el camino. Detesta sentarse a la sombra de un árbol para solazarse en las desgracias -que ocurren y nos ocurren- que son muchas. Su libro, escrito en una prosa magnífica, rica, envolvente, está repleto de ironía, de sugerencias, de malicia, de una elegancia que tan sólo los frívolos encontraran frívola. La pasión contenida y de buena crianza de d'Ormesson asemeja al cinismo y, sin embargo, es un canto a la vida, es un intento heroico de ser feliz. Y también un himno sin nostalgia a un pasado que no fue tan malo como nos gritan, aburridamente, a cada rato. Como die el gay Ocaña: «Nos quitáis los fetiches, pero ¿qué nos vais a dar a cambio?»

Quizás d'Ormesson tenga su corazón anclado en el pasado, pero su inteligencia está en el presente y en el futuro. Amar la vida. Amar el pasado incluso cuando no existíamos, y el presente, y también un futuro en el que, suprimido el riesgo de morir de hambre, no corramos el riesgo de morir de aburrimiento. Y hasta aquel futuro en que no estaremos nosotros.

El hombre es una fábrica de recuerdos. Yo voy a recordar uno muy vivo, uno ligero, frágil, enternecedor, imperecedero: el de un vagabundo inteligente, simpático y escéptico que se coló de rondón pasando por una sombrilla agujereada.

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