La pacificación del Sahara
LA ABSTENCION de la Organización para la Unidad Africana a entrar en el tema de Canarias y el golpe de Estado en Mauritania del pasado mes de julio posibilitan que el Gobierno español haya podido iniciar un cambio, todavía vacilante, en su política respecto al Sahara. La cuestión de Canarias ha servido para poner en marcha un dispositivo diplomático para todo el continente, y el nuevo régimen en Nuakchott, decidido a la terminación de la guerra con el Frente Polisario, podría suponer un interlocutor distinto que facilite desenredar el embrollo. Un mecanismo de acción exterior que, forzado por los hechos, se ha visto obligado a la renovación y la existencia de un país signatario de los acuerdos de Madrid de 1975, que pretende desengancharse de una complicada aventura, conceden márgenes de actuación para España y, en la medida de lo posible, permitirían su desconexión de una medida adoptada en los últimos días de vida del general Franco.Después de las conferencias de Jartum y de Belgrado, más o menos inclinadas en favor de la independencia o la autodeterminación del Sahara; después del esclarecimiento que sobre la cuestión saharaui ha proporcionado el cambio de régimen mauritano, no puede considerarse por más tiempo el conflicto del Sahara como un caso cerrado para la Administración española. Tampoco es fácil seguir explicándolo tan sólo por el despecho argelino. Argelia, que, efectivamente y con perjuicio para nosotros, ha utilizado a fondo el problema, ni lo ha creado ella ni tampoco ha inventado el Frente Polisario. La persistencia de la guerra y las decisiones de los organismos internacionales fundamentan la existencia indudable de un pueblo motivado en su lucha por la independencia y censuran gravemente la solución adoptada con el antiguo Sahara español; una solución que pone en peligro la seguridad internacional y de España y que, puede pensarse, fue la gran ocasión perdida de nuestra política africana.
No sería cuestión de que el Gobierno español se desdijese palmariamente de acuerdos adoptados por otros Gobiernos anteriores o de que rechazase por completo lo que se firmó en su día. Porque España adoptó la reforma y no la ruptura nos hemos visto obligados a aceptar también amargas herencias. Del mismo modo, no habría sido cuestión de entablar una guerra -¡tan trágicas lo fueron siempre las que sostuvimos en el Magreb!-, que justificada en principio por la libertad de un pueblo en trance de descolonización no habría tardado mucho tiempo en considerarse como movida por la avidez de los fósfatos. No es eso. El abandono del Sahara, hecho con precipitación y bajo chantajes, motivado por graves problemas de la política interior española, y que contribuyó en alguna medida a dividir el Ejército y encrespar la Oposición, fue realizado con olvido no ya del pueblo saharaui sino de la más mínima seguridad española, de las Canarias en particular.
La evolución política ulterior en la zona evidencia la insoportabilidad de la situación y reclama que España tenga, ya, bien presentes sus intereses. En este sentido vemos con satisfacción que el ministro español de Asuntos Exteriores aborde el problema del Sahara en su reciente encuentro con los embajadores acreditados cerca de las capitales africanas. España, se ha informado, apoyará las iniciativas de paz aunque no tomará ninguna. Queremos creer que esto no supondrá la recaída en la antigua pasividad que tanto ha perjudicado nuestra acción exterior. En un momento en que las ideas de la Oposición española sobre el Sahara cobran validez en buena parte y que las perspectivas regionales ponen de manifiesto el error de una política -llevada a cabo no por un régimen democrático pero por un régimen español al fin y al cabo-, las soluciones que se encuentren, que nunca serán ni fáciles ni inmediatas, pueden de nuevo escapársenos de las manos si nos limitamos a ir a la zaga de otros países. De nuevo podemos estar ajenos a las verdaderas soluciones del Sahara por la falta de audacia y el complejo que exagera nuestra pretendida inferioridad. La pacificación del Sahara no debe hacerse sin España.
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