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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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Política y violencia en Euskadi

Director del Departamento de Derechos Humanos, del Consejo General Vasco

En la misma medida en que el pueblo vasco ha sufrido una profunda transformación económica, industrial y urbana, su composición humana ha quedado también modificada. Hoy somos la resultante de dos fuerzas demográficas: por una parte, de un viejo pueblo que se ha ido perpetuando a lo largo de los siglos; por otra, de trabajadores que sufrieron el desarraigo de sus comunidades y vinieron a echar raíces aquí. Los vascos somos hoy una nueva comunidad: ni viejo pueblo ni pueblo de nuevas raíces; somos la comunidad confluyente de estas dos fuentes. El más alto grado de autoconsciencia nacional ha venido ligado a la tarea de formar una sola comunidad de donde había dos fuentes diversas.

Existen así dos niveles distintos de actuación política. El más profundo consiste en asegurar la constitución de nuestra sociedad civil, la creación de nuestra comunidad nacional. Sobre éste, el otro nivel de la actuación política es el de presentar el campo de pluralismo entre las distintas opciones, la variedad en la defensa de los intereses complementarios o antagónicos.

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El pluralismo político es enriquecedor. Supone, además, que lo que para algunos puedan ser los valores primeros son para otros valores no tan. primordiales o que unos piensen en objetivos que implican transigencia y pacto donde otros estiman necesaria la intransigencia y la ruptura. Pero grave es la responsabilidad de quienes, por causa del enfrentamiento político, pongan en peligro el proceso de constitución de nuestra propia comunidad nacional. Pues nada hay más distante de la formación de una nación que la presencia en lucha de dos comunidades nacionales.

Hoy se percibe este peligro. La intolerancia, la incomprensión, la afirmación agresiva de las propias tesis y la dogmática exclusión de quienes no piensan como uno mismo son prácticas políticas que están introduciendo una gravísima pérdida de dinámica en el proceso de nuestra construcción nacional.

Si en las primeras décadas de nuestro siglo existía incomprensión e intolerancia entre dos comunidades que convivían sobre el mismo territorio, ello, con ser gran desgracia, podía explicarse, pues era el natural resultado de la revolución industrial y demográfica que se estaba operando. El que hoy nuestra sociedad esté amenazada por la división en dos comunidades supone un peligro de descomposición social para nuestro país. La violencia no pasa de ser una de las manifestaciones de este fenómeno.

La violencia es una enfermedad social que aqueja hoy a nuestro pueblo. Algunos quieren reducir el problema a una simple cuestión de criminalidad común; otros, en cambio, pretenden que no cabe la crítica de la violencia sin analizar sus causas originarias. Creemos que una y otra postura encierran un deseo de huir de la verdadera y trágica dimensión actual del problema. Porque con independencia de las causas que la hayan originado, la violencia es un mal actual, que está haciendo daño ahora y que ahora debe desaparecer.

Ni al poder del Estado le corresponde esta facultad, y de ahí el argumento moral básico contra la pena de muerte. Ni a las fuerzas de un Estado democrático, salvo en el ejercicio del recurso último a una legitima defensa proporcionada, y de aquí la censura que merecen los abusos en el ejercicio de la fuerza, de los que tenemos recientes ejemplos en las muertes en controles de carreteras.

Mucho menos todavía corresponde la facultad de matar a grupos que se atribuyen a sí mismos la representación del pueblo, en su lucha, en sus juicios y, en la ejecución de sus condenas a muerte.

Tampoco nadie puede declarar una situación de guerra en nuestro nombre. Hoy estamos en una difícil lucha para conseguir nuestros derechos nacionales y democráticos. Pero ni estamos ni queremos estar en guerra. Y precisamente porque no estamos en guerra. introducir entre nosotros la lógica de la guerra y la estrategia de la movilización bélica consigue los resultados contrarios a los de la liberación nacional o popular: provoca la pérdida del sentido de la convivencia pacífica, la detención en el proceso de construcción de nuestra sociedad y el riesgo de hundir libertad y paz, nación y democracia.

Nuestra sociedad vasca está en un suficiente estado de estructuración como para que la violencia pueda ser considerada, no sólo moralmente rechazable, sino también políticamente inapropiada. Por varias razones básicas. Porque implica la introducción de un factor de intranquilidad, de angustia, de temor en el cuerpo social: porque desarticula el necesario entramado pacífico que es preciso para la afirmación cultural, organizativa y económica de nuestro pueblo; porque la lucha contra la institucionalización de la fuerza del Estado se lleva por medio de la institucionalización de otra fuerza y de otro aparato sobre el que es imposible establecer control popular; porque la misma desproporción entre las fuerzas del Estado y de los grupos que contra el mismo luchan por medios violentos hace impensable, para estos mismos grupos, el que puedan lograr otros objetivos que los de perpetrar el sufrimiento de ciudadanos

También por razones de ética social y de política, debemos denunciar el abuso de la fuerza desde el Poder, o tolerado desde el Poder. Cuando miembros de las fuerzas del orden público intervienen en agresiones a ciudadanos, o cuando toleran con parcialidad acciones agresivas, rebajan su condición a la de beligerantes y contribuyen a la presentación de nuestra sociedad como campo de enfrentamientos de bandos, y no como sociedad nacional en proceso de estructuración.

¿Cómo acabar con la violencia? No es un buen camino el decreto-ley de medidas antiterroristas. Acaso de facilidades técnicas a la actuación de la policía, pero, políticamente, no es la vía adecuada para resolver los problemas vascos. Violencia y terrorismo son males importantes que aquejan a las sociedades actuales. Pero es condición del Estado democrático luchar en favor de la democracia con medios que no la nieguen. Entre las medidas del decreto-ley hay una particularmente grave, y que recuerda la medida básica de los estados de excepción: la posibilidad de detención por tiempo indefinido en manos de la policía. Realmente, esta medida equivale a dejar al detenido sin garantías de un trato correcto durante la detención. Tenga o no un trato correcto, de lo que carece es de garantías suficientes de ello. Por eso mismo, un pueblo como el vasco, sensibilizado por causa de la brutal represión que se ha ejercido contra él, responde desfavorablemente ante estas decisiones.

El camino de regreso a la armonía social no parece sencillo ni corto. Pero si algunas vías cabe establecer, éstas pasan, por un lado, por la afirmación política de los partidos y de la sociedad entera de que su dinámica está asegurada sin el recurso a la fuerza y comprometida si se recurre a ella. Por otro lado pasan -y para esto sí que hace falta considerar la historia del dolor que a nuestro pueblo ha causado la dictadura- por la comunicación política a estos grupos violentos de la verdad antes afirmada: que el camino de la paz debe estar en nuestras manos y que, para conseguir la paz, se nos debe dejar vivir en paz.

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