La rueda
En tiempos de la égida de Mayalde -entonces los alcaldes tenían égidas, y no como ahora, que tienen Vaguadas-, la Plaza de la República Argentina, más conocida como Plaza de los Delfines, por los muy bellos que la decoran (rara cosa en este Madrid de urbanismo hortera), no era plaza ni tenía fuente, ni delfines ni cosa ni nada. Sólo tenía una tapia circular en el centro, dentro de la cual la nada se nadificaba, corno en el exístencialismo sartriano.Un día se descubrió el pastel existencialista: dentro de la tapia circular, ruedo ibérico del fraude franquista, había una fundición particular de un señor que estaba disfrutando gratuitamente una plaza pública, un terreno redondo y privilegiado, en El Viso, para su personal industria.
Quitaron la fragua de Vulcano y pusieron los delfines y el agua. Caso paralelo es el de las misteriosas hormigoneras de la avenida del Generalísimo, con perdón, que se instalan más lejos o más cerca, pero que ocupan siempre un lugar en avenida tan principal, aparte las mo lestias. ruidos y contaminaciones que proporcionan al vecindario. El otro día, paseando por allí, descubrí que una de estas hormigoneras tantasma, movibles, corretonas, aun con su pesantez, ubicuas y detestables, había desaparecido.
En su lugar quedaban unas casetas de madera, unos escombros, unos hierros. Entre los hierros, unas hermosas ruedas herrumbrosas, ni grandes ni pequeñas, cuya utilidad desconozco, y que por lo tanto, para mí, son poéticas. Todo objeto, en cuanto se le descodifica de su utilidad, se vuelve lírico.. Esto es lo que los poetas habían hecho siempre con las palabras y lo que Marcel Duchamp y los surrealistas hicieron con las cosas.
De modo que entre Lautréamont, Marcel Duchamp y yo, nos fuimos a robar el ready / meade, o sea la rueda, y ya nos íbamos tan contentos con nuestro hallazgo, en esto que nos echa el alto un obrero de pañuelo en la cabeza, atado con cuatro nudos:
-Alto ahí. Ustedes no pueden hacer eso.
-Será hermoso como el encuentro de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de operaciones -le dijo Lautréamont, aprovechando que el obrero no le había leído para refritarse.
-¿También roban paraguas, máquinas de coser y mesas de operaciones? O sea que son ustedes unos violadores nocturnos. No hay más que delincuencia. Con Franco no pasaba esto.
Yo, en mi condición de cronista oficial de la Villa autotitulado (parece que un gacetero o gacetillero catalán me lo reprocha a propósito de mi artículo sobre Ocaña, que no ha entendido), trato de aclararme con el productor:
-Podemos comprarle la rueda a usted o a la empresa. Podemos darle una propina, podemos venir por la noche a robar la rueda. Lo que usted prefiera.
-Mire, señorito, estas ruedas ya no valen para nada. Seguramente en la empresa las van a tirar. Pero yo no puedo venderle una ni aceptar propinas ni permitir que usted se lleve una rueda delante de mí.
Las bases siguen siendo incorruptibles, aunque los líderes cenen en el Palacio de Oriente. Qué caso de fidelidad, de deontología profesional. Qué sentido del deber en un obrero que sirve a una empresa no sé si misteriosa o no, pero que, en todo caso, ha promovido más de una polémica de prensa por sus ruidosas y escandalosas hormigoneras en zona tan insólita para el desarrollo industrial, necesario por otra parte. Lautréamont me dice que le va a hacer un poema a esa rueda maldororiana. Duchamp me dice que vendrá a robarla por la noche para exhibirla en un museo de Nueva York.
Yo, más municipal y espeso, pienso que el escándalo está en esas inexplicadas hormigoneras o lo que sea que aparecen y desaparecen, como saltamontes de hierro, en la gran avenida. Aunque el obrero, cuya moral dominante es inevitablemente la moral de la clase dominante, crea que el escándalo es llevarse una rueda. Una sola e inútil y nerudiana rueda del misterioso engranaje total de la industria, el comercio y el capital, aquí en Madrid.
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