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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Disentir en la Unión Soviética

UN ESTADO puede obtener resultados sorprendentes en la economía, imponer respeto por la fuerza de sus armas, hacerse admirar por sus realizaciones tecnológicas y, sin embargo, ser censurado por la opinión pública internacional, al no respetar los derechos humanos de sus súbditos. De nuevo, pues, la actitud ante la URSS se enrarece ante la condena de dos militantes judíos que habían protestado por la negativa de las autoridades soviéticas a dejarles emigrar fuera del país. Este enrarecimiento se une al que se produjo en el pasado mes de mayo por las condenas de Yuri Orlov y de dos disidentes más en la ciudad de Tiflis, siempre en procesos por actos que no son delitos, sino derechos humanos en los países democráticos; el derecho a la libertad de movimiento y a la expresión de opiniones.Estos espectáculos, conocidos y sufridos por las poblaciones que viven o vivieron bajo dictaduras, prolongan una serie que ya comienza a ser larga y no parece vaya a menguar, en la que figuran los nombres de Sinyavsky, Soljenitsin, Maximov, Galich, Nekrasov, Plintch, Marainzin, Markish, Kurzhavin y André Amalrik. El proceso del escritor Alexandre Guirizburg parece que va a ser retrasado. A esta lista podríamos añadir los húngaros Miklos Harsziti e Ivan Szelenyi; al poeta de Alemania Democrática Wolf Biermann, a los rumanos Virgil Tanase y Paul Goma y a los checoslovacos Pavel Kohout.y Vaclav Havel. Para todos ellos una particular forma de entender el socialismo o de comprender su misión en este mundo sólo ha encontrado la respuesta de la cárcel o del exilio.

La disidencia en las democracias populares no lleva camino de desaparecer, aunque sólo sea porque el grado de desarrollo en ellas alcanzado, el nivel de vida de que gozan, todo ello unido a la evolución en la comunidad internacional, hacen imposible identificar la libertad con el Estado o considerar ya cualquier seguridad estatal que no esté basada sino en la libertad humana, cualquier progreso material que no vaya acompañado del enriquecimiento del espíritu. Hay un vínculo estrecho entre el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales en el interior del Estado y el mantenimiento de la paz entre los Estados.

La disidencia no puede ser liquidada ya como sospechosa de complicidades ímperialistas. Sus filas no se realzan por más tiempo por las mentes preclaras de Occidente desencantadas del experimento soviético -caso de Orwell, Koestier, Silone, Gide, etcétera-, sino por personas nacidas en el lugar de los hechos y que en la mayor parte de las situaciones se reclaman del socialismo y sólo combaten la máquina burocrática que lo ahoga.

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Por lo demás, el estadio actual de las relaciones internacionales permite, cada vez con más dificultad, las violaciones flagrantes de los derechos humanos. Ocurre lo propio, incluso, en las negociaciones entre los grandes. Ante la condena de los militantes judíos por las autoridades soviéticas, hay que recordar que hace algunos años la posibilidad de importación de trigo norteamericano se condicionó por parte de EEUU a la concesión de la libertad de emigración de los judíos soviéticos a Israel. Hay que referirse, además, a la política de derechos humanos del presidente Carter, quien, sin que juzguemos la categoría ética de su postura, ha percibido que una manera de desarmar a la URSS es obligarle a respetar los individuos. Así se explica que Carter no solamente lamentase la detención de Guirizburg en 1977, sino que incluso respondiese a la carta que le dirigiera el disidente Sajarov, premio Nobel de la Paz, para llamar la atención sobre las persecuciones en los países del Este europeo.

A cambio de consentir un cierto statu quo en las fronteras del Viejo Continente, la URSS suscribió los acuerdos de Helsinki, incluso los puntos relativos a los derechos humanos que hoy son precisamente utilizados como bandera por los últimos disidentes. Y es que, por si fuera poco, la disidencia también está alimentada por los compromisos internacionales firmados por la URSS, tanto en Helsinki como en los documentos fundamentales de las Naciones Unidas. ¿Por qué entonces ese temor a la libertad? No se comprende que una gran nación como la URSS, realmente admirable por sus resultados económicos y sociales, temida por sus armas, una nación que con frecuencia aporta innovaciones tecnológicas fundamentales, actúe como un Goliat ante el que cualquier actitud de disidencia por parte de sus súbditos compromete molestamente su posición en el mundo. La URSS es un Estado merecedor de todo respeto, realizador de grandes conquistas sociales y que, por ello, no se merece cometer el error de someter a tan riguroso trato a sus propios y escasos disidentes.

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