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Tribuna
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Época de de exámenes

Llevamos en España dos años y medio de estreno y uso progresivo de la libertad; dos años de liberalismo; un año de democracia. Lo más interesante es que las etapas que vagamente he nombrado no se han «sucedido» -como hubiera sido de temer-, sino que cada una ha conservado y reforzado la anterior: la proclamación y vigencia de los principios liberales no ha puesto en crisis la libertad de hecho que empezó a gozarse desde fines de 1975, y la democracia iniciada el 15 de junio de 1977 no ha desvirtuado el liberalismo, sino que ha empezado a consolidarlo. Pocas veces ha ocurrido algo así, y conviene que nos demos cuenta de que algo nada probable ni verosímil ha resultado verdadero.Estos días de aniversario de las elecciones se han hecho diversos balances, se han establecido cuentas, se han presentado algunas, se ha arrimado el ascua a diversas sardinas. También se ha cultivado el deporte del «sondeo», que cada vez se va pareciendo más a las páginas de horóscopos de diarios y revistas, y me merece una confianza análoga.

A mí me daría mucha seguridad -y a la vez esperanza- que los españoles, aprovechando que estamos en junio, abrieran un breve período de exámenes. De sí mismos, por supuesto; de la realidad que los envuelve -que nos envuelve-; de las perspectivas del estado real de sus deseos, expectativas, temores, estimaciones, esperanzas.

¿Pueden hacerlo? Creo que sí, y es la primera partida importante que yo anotaría en mi examen particular. Al cabo de cuatro decenios sin política, cuando ésta ha vuelto, milagrosamente no se ha producido la politización; quiero decir que los españoles no están obsesos con la política; se ocupan de ella, hablan de ella, leen lo que sobre tal tema se, escribe, la siguen día a día, pero a alguna distancia, sin embalarse, sin sombra de fanatismo, más bien con un fondo de frialdad que pudiera ser excesiva. Hay, sin duda, minorías politizadas hasta la obsesión y la manía, pero si no me equivoco son exiguas, menores que las existentes hace unos años, y cada vez producen más la impresión de agitarse en el vacío. Por otra parte, a pesar de que existen partidos políticos y tienen notoria influencia, no domina el partidismo en la sociedad como tal: la inmensa mayoría de los españoles no pertenece a ningún partido, y esto hace que la adscripción a uno de ellos sea tan claramente «parcial» y fragmentaria que a nadie se le pase por la cabeza identificar al país con un partido, ni siquiera con el conjunto de todos ellos.

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Esto deja a los hombres y mujeres de España en situación de libertad para examinar las cosas, sin que se les imponga ya una manera cerrada de verlas. Hasta el punto de que los pocos -relativamente- incapaces de análisis y examen, que lo tienen ya todo resuelto, que traen las respuestas preparadas, que no ven más que dos o tres temas (o uno solo) como si nada más existiera en el mundo, van tomando cada vez más un aspecto de sonámbulos y empiezan a extrañar, porque contrastan con la cordura ambiente.

(Las dos palabras que acabo de escribir me recuerdan un detalle de la película Pinocho, que vi hace muchos años. Van la Zorra y el Gato por la calle, y uno de ellos dice distraídamente: «Mira, un niño de madera.» E inmediatamente cae en la cuenta de lo que ha dicho -de lo que ha visto y exclama con estupor: «¡Un niño de madera! » Yo he terminado un párrafo con estas dos palabras: cordura ambiente: y tengo que añadir: ¿es posible? Sí, esto puede decirse en la España de 1978).

¿Qué habría que preguntarse, qué habría que examinar? Permítaseme formular un mínimo «programa de exámenes» que me gustaría ver en la mente de los españoles, enfrentado con nuestra realidad.

Desear, se puede desear todo: lo posible y lo imposible, lo pasado, lo presente y lo futuro; querer, sólo se puede lo que se presenta como posible, está -al menos en principio- en la mano de uno, y está uno dispuesto a hacer lo necesario para realizarlo o conseguirlo. Añádase que para que algo sea realmente posible es menester que sea composible, esto es, que pueda conciliarse con el resto de la realidad -por ejernplo, con otras cosas que también se quieren-. Hay que preguntarse perentoriamente si lo que se pide, se propone, se desea, es posible en concreto. Este solo examen podaría tres cuartas partes de la hojarasca verbal que impide ver las cosas claras y compromete el futuro. SI, cuando se formula una propuesta cualquiera, el que la hace o la escucha prolongara sus líneas, la imaginara en toda su precisión, intentara verla realizada, en muchos casos tendría que abandonarla sin seguir adelante, sin entorpecer el camino de los demás.

Pero este examen debería completarse con el inverso: eso que se «quiere» y que tal vez es posible, ¿se desea de verdad? ¿No es acaso algo cuya realización horrorizaría, que secretamente se desea eliminar del horizonte real y dejarlo en un vago programa que dentro de algunos círculos resulta «prestigioso»? La convergencia del deseo y la voluntad, la cohe rencia entre lo que se puede que rer y desear a un tiempo, es el signo de toda política inteligente.

Como estamos en tiempos de manipulación, ya que los medios de influir sobre las personas son más poderosos que nunca, como la repetición es eficacísima, nos encontramos con que algunas cosas -ideologías, partidos, personas- son nombradas incesantemente envueltas en una nube de incienso, mientras que otras son mencionadas con automático e inmediato desdén. Al cabo de algún tiempo de estar sometidos a tales operaciones, los hombres acaban por dar por supuesto el valor o la falta de valor que se ha tratado de imponer. Y hay que preguntarse con rigor: ¿Es inteligente ese hombre al que siempre acompañan dos o tres adjetivos de veneración? ¿Cuáles son sus ideas? ¿Me han iluminado alguna porción de realidad? ¿He leído con sincera admiración algunos de sus libros o artículos? ¿Me gustaría vivir en el país que propone como modelo? ¿Tengo confianza en él, o me parece irresponsable o peligroso? Cuando lo veo en la televisión, ¿siento verdadera simpatía, o entusiasmo, o tedio, o repulsión, o indiferencia?

Tal vez se ejecutan ciertos actos que tienden a que el país acabe gobernado por un partido o un grupo de partidos, por tales políticos, de acuerdo con ciertas estructuras políticas. Muchas veces se hace esto por motivos muy diversos -de «prestigio», contagio, insistencia en la propaganda, confianza en que no tenga la propia conducta consecuencias reales-, sin demasiada claridad. Habría que preguntarse enérgicamente: si eso a que estoy contribuyendo fuese a realizarse ahora, ¿cómo me sentiría? ¿Lleno de alegría y entusiasmo? ¿Tal vez invadido de desconfianza? ¿Simplemente aterrado?

Todo esto podría resumirse en pocas palabras: ejercitar la imaginación y contrastar la autenticidad de las estimaciones,. deseos y preferencias. Si no se quiere errar irreparablemente, hay que evitar ver las cosas de una manera abstracta o nebulosa, y mirarlas cara a cara, en su detallada concreción, juntas con las demás, constituyendo una figura de mundo. Entonces. y sólo entonces, nos damos cuenta de si ese mundo nos parece o no habitable, deseable, si de verdad nos queremos ir a vivir a él. Ante un hombre público hay que preguntarse perentoriamente si nos ha engañado ya, si ha cumplido lo que prometió, si lo que dice es inteligible, si nos fiamos de su talento y honestidad, si pondríamos en sus manos algo inmediato que verdaderamente nos importe.

A los que añoran el pasado reciente habría que preguntarles si querrían volver a él. A los que presentan un modelo de sociedad ideal habría que confrontarlos con la expectativa de vivir en ella, A los que reivindican tal o cual estructura de nuestra nación sería menester mostrarles todos sus caracteres y consecuencias, y volver a preguntarles si la siguen queriendo.

Y, en todo caso, habría que hacerse la pregunta esencial, capital, apremiante: si la situación que desean, buscan, procuran, es reversible o, por el contrario, el castillo de irás y no volverás.

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