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Tribuna
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La libertad religiosa, el orden público y una enmienda frustrada del señor Tamames

El artículo 15 de la Constitución del Estado, que regula la libertad en el ámbito de lo religioso y las relaciones entre Estado y confesiones religiosas, ha quedado, por fin, redactado sin mayores torneos dialécticos en las Cortes y sin procesiones de cualquier color fuera de esas mismas Cortes. No es poco. No ha habido englobamientos ni trémolos apocalípticos, ni tampoco «sesión de las blasfemias», como en 1869. Aunque, claro está, que tampoco ha habido discurso de «grande es Dios en el Sinaí»: todo se ha hecho a un nivel más burocrático y tranquilo, y de ello tenemos que congratularnos todos.No estoy seguro, sin embargo, de que la formulación del artículo 15 se haya erradicado toda ambigüedad. «Se garantiza -dice su primer párrafó- la libertad religiosa y de cultos de los individuos y de las comunidades, así como la de profesar cualquier creencia o ideología con la única limitación en sus manifestaciones externas del orden público protegido por las leyes.» El diputado señor Tamames presentó una enmienda llena de pleno buen sentido, que pretendía sustituir la mención limitativa «del orden público protegido por las leyes» por la frase de «con la única limitación del respeto a los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución». Desgraciadamente, esta enmienda ha sido rechazada.

El señor Fraga dijo a este propósito que la referencia al orden público tenía en sí misma un valor jurídico conveniente y carecía de ambigüedad, pero dudo mucho de que una cosa así pueda sostenerse en serio, a la vista de la experiencia histórica de este país.

La conciencia de esta experiencia y una gran sabiduría sobre el corazón humano y, especialmente, sobre la dialéctica de los poderes y de las ideologías y la praxis de esos poderes políticos es lo que mostró de nuevo el señor Tamames argumentando que la mención del orden público podía ser interpretada de distinta forma, según el Gobierno que estuviera en el poder. Este es un país, en efecto, donde, según Fernández Almagro, un día un periódico explicaba y justificaba el ataque a una iglesia madrileña aduciendo con toda seriedad el hecho de que, cuando las juventudes de un cierto partido político iban tranquilamente por la calle, vieron cómo un cura salía de una iglesia «y ante semejante provocación»... Este es un país donde, con la ley de Libertad Religiosa en la mano y con todas las bendiciones de la Constitución liberal del 31, un alcalde encarcelaba a un cura por asistir a un entierro católico, poniendo así en peligro el orden público, y un país donde, más recientemente, el orden público quedaba también herido, por lo visto, porque piísimas orejas supercatólicas oían cantar salmos a herejes protestantes, terrible conducta subversiva que un gobernador civil no podía tolerar.

Pero ¿cómo incluir, por ejemplo, en el concepto de orden público el hecho de que unos padres de cierta secta religiosa permitan que muera su hija antes que consentir en hacerla una transfusión de sangre? Si una conducta de este tipo se incluyera realmente en la siempre desvaidísima figura jurídica de orden público -diga el señor Fraga lo que quiera- estaríamos a dos pasos de la arbitrariedad y la tiranía; pero un Estado no puede tolerar, sin embargo, esa conducta, y la protección de la vida de esa muchacha, a la vez que el respeto a la libertad religiosa, sólo cabrá hacerlos posibles invocando realmente la contradicción de la mencionada conducta e incluso de las ideas de esa secta religiosa con el derecho a la vida humana amparado por la Constitución como bien jurídico primario y fundamental, y éste si sin equivocidad de ninguna clase. Un día u otro, el Tribunal de Garantías Constitucionales, o la Jurisprudencia ordinaria tendrán que suplir en este sentido la menesterosidad y equivocidad del párrafo primero del artículo 15, que, si hubiera incorporado la enmienda del señor Tamames hubiera resultado menos necesitado de hermenéuticas.

En otro orden de cosas, el párrafo tercero del mismo artículo, que habla de que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española, es posible que se revele, igualmente a la hora de la praxis, en otro cajón de sastre mucho más amplio y pro fundo aún que el de la famosa lo cución de «orden público», aun que, al Fin y al cabo, un cajón de sastre sólo es peligroso si, a fuer de dramatizar e introducir en él tempestades, se convierte en una caja de Pandora. Pero aquí también hubiera sido muy sensato introducir de nuevo la referencia a los valores supremos de las libertades formales inscritas en la Constitución, porque también aquí puede suceder que un Gobierno decida por sí mismo cuáles son las creencias de los españoles o la confesionalidad atea del Estado, como ayer su confesionalidad católica. El señor Tamames sabe que en la URSS, por ejemplo, la posesión de una Biblia puede ser un ataque al orden público y que, allí, el Estado es confesionalmente ateo y es consciente, también, de los juegos y abusos en sentido contrario, y ha querido evitarnos todo esto. Ya es extraño que haya sido la única mente lúcida a este respecto o, por lo menos, quien así lo ha mostrado: las otras señorías han parecido más atentas a dogmatismos o sonoridades sentimentales. Ha sido una pena.

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