El monopolio de la violencia
LA ATRIBUCION al Estado, como uno de sus rasgos definitorios, del «monopolio legítimo de la violencia» posee un contenido conceptual más riguroso que los aparatosos términos que lo expresan. Significa, por un lado, que el poder público, al recabar para sí en exclusiva el ejercicio de la fuerza, prohíbe a los diversos grupos que compiten dentro de la sociedad civil la utilización de las armas y de los medios coercitivos. Pero también quiere decir, por otro lado, que ese monopolio de la violencia el Estado lo recibe de la sociedad y debe ejercitarlo de acuerdo con las eyes y respetando los derechos inalienables del ser hu mano y las libertades políticas de los ciudadanos. De lo que se deriva, obviamente, que los funcionarios del Esta do que portan las armas no pueden actuar, en condición de tales, más que dentro del campo de competencias que las leyes les asignan y cumpliendo las órdenes de sus superiores jerárquicos. Durante una larga etapa, el Estado aplicó en nuestro pais ese monopolio de forma sesgada. A los grupos de la extrema izquierda (o simplemente de la izquierda durante los años cuarenta) se les impidió que arrebataran al Estado ese atributo de la soberanía que es el uso exclusivo de la fuerza. Y si los terroristas o grupos violentos de la izquierda no han sido siempre desarmados, la razón no hay que buscarla en las dudas de los órganos del Estado para hacerlo, sino en las dificultades prácticas que han encontrado los servicios de seguridad para conseguirlo.
Es evidente que no cabe formular críticas contra el Estado por su actitud frente a la violencia de la izquierda. Pero sí, en cambio, por la injustificable tolerancia que, durante una prolongada etapa, han disfrutado en España los instrumentadores de la violencia de derecha. Las criminales hazañas de la Internacional Negra en Montejurra y la calle de Atocha, las brutales razzias de las bandas de «incontrolados» en el País Vasco y las agresiones cotidianas en pleno centro de Madrid a pacíficos viandantes demuestran que, desgraciadamente, las nocivas prácticas del franquismo cuando grupos paramilitares de la ultraderecha se yuxtaponían a las fuerzas de orden público para disolver manifestaciones o desalojar conventos, no terminaron con el fallecimiento del dictador.
En esa perspectiva, las promesas del ministro del Interior de prohibir los atavíos paramilitares, impedir la utilización de los colores de la bandera nacional con fines partidistas, desarmar a los inatones de los grupos fascistas y poner coto a los desafueros de los bárbaros que siembran el terror en el barrio de Salamanca no pueden sino ser recibidas con esperanza. Al igual, por lo demás, que su compromiso de acabar con las bandas de «incontrolados», de las que forman parte, además de otros elementos de localización no siempre segura, individuos ampliamente conocidos por sus conspicuas simpatías involucionistas.
Pero el Estado no posee un monopolio de la violencia simplemente fáctico. En tal caso, sería indistinguible de una organización institucionalizada de gangsters o bandoleros. Ese monopolio debe ser legítimo, esto es, constituye una delegación de la sociedad y debe ser ejercido de acuerdo con las leyes. El anteproyecto de la Constitución permite, a este respecto, ser ampliamente optimistas. La regulación de los derechos de los ciudadanos y de los deberes de la Administración para su garantía configuran, hacia el futuro, un verdadero Estado de Derecho.
Ahora bien, para que ese disfrute exclusivo de la fuerza sea realmente legítimo es condición sine qua non que el Estado no tolere, en ninguna circunstancia y, bajo ningún pretexto, que los funcionarios a quienes se confla el uso de las armas las utilicen al servicio de sus propios intereses, sean personales o de grupo. En ese sentido, el expediente disciplinario incoado a miembros de las fuerzas de orden público por haber dado su apoyo a quienes, desde la extrema derecha, tratan de arrebatar al Estado ese temible atributo de dictar la ley y hacer justicia y aplicarla, establecen un encomiable precedente, cuyo pleno y consecuente desarrollo es una imperiosa necesidad para la consolidación de la democracia en España.
En un plano distinto, pero no menos grave, la inverosímil información de que una bandera de la Legión ha realizado, por su cuenta y riesgo, una parada militar en el Valle de los Caídos ante miembros de la familia del anterior Jefe del Estado, en un homenaje que por su escenario, por su significación y por, sus actores no puede recibir el calificativo de particular e íntimo, constituyen serio motivo de preocupación y de alarma. Porque la sociedad española, que demostró en el pasado Día de las Fuerzas Armadas su respeto al Ejército, no puede aceptar que los símbolos y los efectivos en que el monopolio legítimo de la violencia más claramente se expresa sean utilizados según los criterios personales, las creencias ideológicas o las simpatías políticas de quienes los reciben sólo por delegación y sometidos a disciplina.
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