Londres
He venido a Londres al divorcio de la princesa Margarita. No me ha enviado ninguna revista del corazón. Yo mismo tengo un corazón que es una revista. Margarita no me invitó a su boda, pero ha tenido el detalle de invitarme a su divorcio.Margarita, por años, es un poco la princesa de nuestra generación, la princesa de los que ya no hemos tenido princesas que cantar, ni las necesitamos. Londres está iluminado por una primavera madrileña que se hace horizontal y luminosa en Hyde Park, entre cisnes cotidianos y lesbianas que se besan y pasean un hijo de dos madres, que es como llaman ahora aquí a los bebés que han de convivir con mamá y el amor femenino de mamá. Son como niños univitelinos, sólo que al revés.
Mike me lleva a uno de esos espectáculos-cena donde el viejo music-hall agoniza fastuosamente y el pollo frito para turistas clama por el reinado remoto de Ramoncín. Aquí los ramoncines son legión, se reúnen los sábados en Oxford Street, para contrastar los diversos amarillos de su pelo y la variedad de sus imperdibles para carne, que renuevan así para la semana siguiente.
Es la fiebre del sábado por la mañana.
Duermo en una cama sombría en la que durmió Yusupov, aquel militar que anduvo en la matanza de Rasputín, y me echo a la calle con un paraguas, aunque ya digo que hace sol, a, vivir el gran día del divorcio, este día en que se interrumpe la historia de Inglaterra, como se interrumpió cuando los alemanes bombardearon por primera vez la ciudad. Pero todo se mueve dulcemente del sol a la lluvia, los embajadores del mundo entero pasean sus grandes perros por Kensington Road: dogos catedralicios y pacíficos, galgos afganos, cruzados de gacela. Los faroles del barrio tienen arriba una coronita camp que les quita la oportunidad de ser castizos faroles madrileños. Si yo tuviera el catalejo de la prensa del corazón, allá al otro lado de Kensington Road, en la casa de la princesa Margarita, que está enfrente de la mía, puede que viera moverse a la princesa, que no ha ido al juicio de separación, o no ha llegado a tiempo, porque el juicio duró unos segundos.
¿Es una amazona, es un repartidor de cocacola, es una princesa divorciada, es un niño que juega, qué es aquello que veo al otro lado de la calle, en el portal de Margarita? A los chicos de mi generación nos gustaba más el lío de Peter Townsed. Era una forma de contestación romántica y aviadora a los monárquicos españoles de nuestro colegio. Y presentíamos que podía dar más juego literario en el futuro periodismo cosmopolita y mondaine que nos proponíamos hacer. Pero la casaron con el lord fotógrafo, y ahora el señor Snowdon tiene un amor que para el tráfico y la princesa se va a su isla con un dudoso (poco más que dudoso) o está en una clínica, con los ojos en blanco y la sonrisa lela, no se sabe si desintoxicándose de algo o librándose de las visitas, las titías y las hermanas, que algunas son reinas.
Turner hubiera pintado hoy el sol de oro en la candela de la niebla, pero los londinenses han limpiado de niebla el cielo de su ciudad, di modo que lo que queda en el azul purísimo son las apariciones y las levitaciones de William Blake, ingenuas y arrebatadas, que en cuanto caen cuatro gotas se recogen en la Tate Gallery El misticismo de los ingleses sólo dura un cuarto de hora, que es lo que dura el sol en Londres Los ingleses, que prefieren venerar su historia estudiarla, no recuerdan hoy que si viven en un sistema de separación de la Iglesia y el Estado en porque un rey inglés así lo quiso, para poder divorciarse. Toda su concepción del mundo nace de un divorcio, y hoy creen que esa concepción del mundo se les quiebra con otro divorcio. O sea que -no se aclaran.
La mantequilla está un poco rancia en este día de luto nacional -«el primer divorcio real en lo que va de siglo»-y la reina me mira con especial altanería desde mi billete de una libra. El profesor Gooch me explica lúcidamente mis propios artículos, la BBC me interroga sobre el luctuoso suceso del divorcio, pero los ingleses cenan arroz con calamares en los restaurantes italianos. He estado tratando de llorar un poco en el puente de Waterloo, por donde el Támesis baja grandioso de lluvias, naufragios, ruedas de camión, catedrales sumergidas y princesas divorciadas. Pero Inglaterra ha salvado su día más largo. Me meto en un cine porno donde la novedad es que las interesadas no pasa ninguna de los catorce años. Hijas mías.
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