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Tribuna:
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¿Consenso o narcótico?

Avanzan las discusiones sobre el proyecto de Constitución en el seno de uno de esos organismos creados por el Reglamento del Congreso de Diputados para reducir todo lo posible el campo de actuación de los plenos y para facilitar la tarea de concesiones mutuas, indispensables para obtener ese famoso «consenso», que es, al parecer, el ideal de nuestros hombres políticos.Los primeros resultados están ya a la vista. Se han aprobado con escasas dificultades varios artículos fundamentales del Título I, que ha pasado a llamarse preliminar, abandonando, a petición del grupo gubernamental, la más exacta y expresiva denominación de «Príncipios generales» que con anterioridad tenía.

La política del «hoy por ti, mañana por mí», ha obligado a la comisión a admitir conceptos peligrosos en que pueden apoyarse no tardando mucho exigencias difícilmente admisibles, y a reiterar, en compensación del riesgo que con ello se crea, declaraciones enfáticas, como la de la unidad Intangible de la Patria, que, consideradas en el conjunto de lo que se ha discutido y afirmado, revelan más debilidad declamatoria que firmeza en la defensa de principios que no precisan llevarse a un texto constitucional para que sean por su propia esencia indiscutibles.

Hace unas cuantas semanas llenaron las columnas de la prensa -y aún han llegado hasta ahora los últimos ramalazos- artículos y comentarios de personalidades de gran relieve acerca de los conceptos de nación, nacionalidad, región, etnia, territorios autónomos y hechos diferenciales. Bien pudo creerse que el tema de las autonomías había quedado con ello definitivamente esclarecido.

No me decidí a tomar parte entonces en la contienda. Pensé que poco o nada podía añadir después de tantos testimonios calificados, y creí más útil esperar el momento en que las deliberaciones de los organismos pseudoparlamentarios alumbraran hechos concretos.

Mi desilusión ha sido grande. No se han tenido en cuenta muy sólidas doctrinas y se han elaborado textos confusos y hasta contradictorios a base de querer ser conciliadores, y fruto más de la «inspiración» de jóvenes atiborrados de erudición mal digerida que del estudio reposado de autores y de doctrinas de indiscutible raigambre española.

Para nuestras escuelas de Derecho Público, la nación ha sido la sociedad política que ha adquirido un grado suficiente de cohesión y permanencia, organizándose jurídicamente en Estado, a base de un territorio definido, de una población que no precisa de una unidad étnica imposible de tener en los tiempos modernos y de un poder soberano susceptible de encauzar las actividades de los hombres hacia la consecución del máximo bienestar individual y colectivo que permita la imperfección humana.

Como base física, un territorio suficientemente delimitado por la geografía y por ¡a historia, que impida intentos quiméricos de anexionismo, que aun en el caso de triunfar en la paz -hipótesis más que aventurada-, no sería más que una herida siempre abierta en el alma de las minorías sojuzgadas y una causa de debilidad interna del conjunto en los momentos de crisis.

Después, una población que acepte la heterogeneidad de su origen -hoy, que está sobradamente demostrado que el mito de la pureza étnica ha desaparecido en un mundo cruzado durante siglos por ininterrumpidas corrientes migratorias- y sepa sustituir la unidad existente por la cohesión de una continuidad histórica de empresas llevadas a cabo en común con sus glorias y sus fracasos, sus triunfos y sus reveses.

Y, por fin, un poder soberano con suficiente firmeza para oponerse a intentos disgregadores, pero con la necesaria flexibilidad para reconocer las legítimas diferenciaciones que existen en el seno de la sociedad que rige y, para no pretender imponer criterios injustamente uniformistas y unitarismos de gestión, tan irritantes como estériles.

Porque si no se puede olvidar que la nación es, hoy por hoy, la personahdad política más perfecta, lo cierto es que está, a su vez, formada no por individuos desconectados de todo otro vínculo asociativo, sino integrada por otras entidades públicas inferiores-farnilia, municipio, región- en cuyo seno el individuo desempeña aquellas actividades propias del círculo en que se mueve, y a través de las cuales procura lit satisfacción de sus necesidades y el perfeccionamiento posible del hombre y de la colectividad.

En ese cuadro de entídades con personalidad propia de distinta entidad y arraigo, pero todas insertas en la superior unidad de la Nación-Estado, la región es la que merece una especial consideración en el Derecho Público. Y lo merece por razones históricas, por motivos sentimentales que de ella derivan, por restos de particularismos étnicos, cada vez más diluidos y más apartados de concepciones míticas y hasi a por matices económico-sociológicos que de todo ello nacen.

Algunas de esas entidades regionales fueron, en los balbuceos de la integración de las modernas formaciones políticas, entidades con existencia independiente en cierta medida por obra del aislamiento en que nacieron, vivieron y lucharon para subsistir. Gozaron de instituciones propias, merecedoras de general respeto, a las que siguen apegadas por el recuerdo, y que perdieron por la injusta intromisión del poder central, que no acertó a ver que lo que hubiera en ellas de anacrónico moriría inexorablemente por exigencias de la evolución de la vida y que lo que estaba firmemente enraizado en el alma de sus pueblos acabaría por acomodarse sin menoscabo de su esencia a una nueva realidad que las haría más fecundas. Esas entidades viven bajo el peso de cargas emocionales, creadas por la incomprensión y la injusticia. Y todo ello engendra un clima de tensiones y violencias, propicias a todo género de extremismos injustificables y a toda clase de reacciones condenables.

En otras, en cambio, el anhelo autonómico es casi balbuciente, inexistente en no pocas y en vanas de ellas nutrido de un sentiniÍento de rivalidad, que puede ser el único que subsista cuando pase esta algarabía autonomista, atizada por ambiciosos y logreros y desvirtuada por pescadores a río revuelto.

Las entidades regionales tienen un grado de personalidad diferente, pues muy distintos han sido el proceso de incorporación a una entidad superior, los factores determinantes de una peculiaridad más o menos marcada, la legitimidad y aun la viabilidad de las respectivas reivindicaciones y las posibilidades de obtención de un grado de autonomía proporcionada.

Esta compleja realidad exige una exquisita prudencia en el tratamiento, que hasta ahora ha sido inútil buscar. Lo que ya, por desgracia, existe en una diferencia demasiado profunda de reivindicaciones autonómicas y un sentimiento soterrado de recelos y rivalidades en otros sectores de la geografía española. Vista esa realidad innegable, ¿a qué puede conducir esa diferenciación en el texto constitucional entre regiones y nacionalidades, cuando tan fácil habría sido definir a España como una nación integrada orgánicamente por entidades infraestatales, dotada cada una de una personalidad distinta y con derecho al desempeño de funciones públicas proporcionadas a su grado de personalidad?

Establecer una distinción entre región -concepto perfectamente definido e integrador- y nacionalidad -concepto equívoco y con una cierta carga desintegradora- equivale a crear un factor generador de graves conflictos futuros. No se olvide que el llamado principio de las nacionalidades fue la fórmula jurídica que propugnó, y en ocasiones llevó a la práctica, la formación de nuevos Estados a base de Identificar la nación como la raza física o histórica, y sostener el derecho que tiene toda nación así concebida a convertirse en Estado soberano.

Deseo desde lo más profundo de mi alma que los primeros frutos amargos no se recojan antes de lo que pensamos. Hasta ahora, el autonomismo es un sentimiento hondamente enraizado en trozos históricos de nuestro territorio, donde más fácilmente puede brotar el principio de la nacionalidad con su carga de consecuencias lógicas. En otros es una moda alentada por numerosos factores, en buena parte inconscientes, que crean ilusiones difíciles de conseguir y anhelos que la realidad va a defraudar.

El autonomismo, hasta el día de hoy, no ha pasado, incluso en las regiones más exigentes, de la creación de unos organismos sin contenido funcional específico y sin medios de subsistencia autónoma. Veremos lo que pasa el día en que haya que concretar facultades, delimitar competencias, arbitrar medios económicos y establecer las compensaciones que eviten que la autonomía se convierta en la práctica en un desequilibrio económico más acentuado en contra de las regiones que han sido y siguen siendo las más pobres y desvalidas.

¿Qué van a exigir los núcleos más avanzados en sus reivindicaciones, los que la Constitución no ha querido recordar que son núcleos infraestatales y a los que, por el contra.rio, no ha animado, con el reconocimiento de su carácter de nacionalidades, a llegar hasta el límite máximo de exigencias, incluso secesionistas?

La droga del «consenso», tan propicio a las concesiones mutuas para acallar de momento las discrepancias, ha llevado a nuestros constituyentes a incrustar en la ley fundamental un principio potencialmente disolvente, que ennegrece no poco las perspectivas del futuro.

¡A cuántos peligros expone el abuso de los narcóticos!

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