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Tribuna
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La forma del Estado

Profesor de Derecho Constitucional en la cátedra de Carlos Ollero de la Universidad de Madrid, Julián Santamaría ofrece hoy el primer análisis técnico de los artículos que se van debatiendo en la Comisión Constitucional, referido al título preliminar.

El título preliminar del anteproyecto constitucional, aprobado con extraordinaria rapidez y sin graves enfrentamientos, se resume en nueve artículos que incluyen, por una parte, los principios fundamentales en que se define la forma del Estado y, por otra, las garantías fundamentales con que la Constitución asegura la permanencia de ciertas instituciones frente a las eventuales veleidades del futuro legislador. Por eso representa un indudable acierto el haber sustituido la expresión «principios generales» que encabezaba el primer anteproyecto por la menos sugestiva pero más adecuada de «título preliminar», pues aquélla, además de ser técnicamente incorrecta, no reflejaba ni el contenido ni el significado de este apartado inicial.Los principios fundamentales, a los que aquí limitaremos el comentario, contienen lo que algunos llaman la constitución sustancial, esto es, el conjunto de decisiones básicas acerca de la filosofía y la estructura del Estado que dibujan su forma, la definición, si se prefiere, de sus supuestos ideológicos y estructurales que permite diferenciarlo de otras formas de Estado. Tales principios tienen, por ello, una importancia capital porque, aun cuando no se diga explícitamente en el texto, constituyen el núcleo irreductible de la Constitución que no puede alterarse sin destruir ésta, porque sobre ese núcleo reposa toda la arquitectura constitucional y porque en él se encuentra el principal criterio de interpretación de las normas constitucionales y de la constitucionalidad de las leyes.

Por todas esas razones es también particularmente importante que tales principios se expresen clara, precisa e inequívocamente de modo que sean comprensibles por todos los ciudadanos y no sólo por sus intérpretes, pues en ese entendimiento encuentra su mejor fundamento ese sentimiento constitucional y ese respeto a los textos básicos sobre los que efectivamente se cimenta la vigencia y duración de las constituciones. No es ese nuestro caso, a pesar de que al pasar por el filtro de la Comisión, la redacción se ha visto mejorada en algunos puntos. Sigue faltando claridad, a mi entender, tanto en la definición del plano ideológico como en la de la estructura territorial del poder, tal vez porque los correspondientes preceptos sean producto más del compromiso que del consenso.

Desde el punto de vista ideológico se habla de un «Estado social y democrático de derecho», pero los valores supremos que propugna -libertad, igualdad, justicia y pluralismo- y los principios del derecho que se reconocen -publicidad, jerarquía normativa, legalidad, irretro actividad de ciertas normas y responsabilidad de los poderes públicos- así enunciados en abstracto son precisamente los valores y principios del Estado de derecho demoliberal clásico. Ciertamente que matizado por el componente social al atribuir al Estado la función de promover las condiciones sociales que faciliten la realización efectiva de la libertad y la igualdad y la de remover los obstáculos que la dificulten, pero el cumplimiento de esa función se verá sumamente condicionado, entre otras cosas, por el desarrollo que la ley ordinaria de a toda una amplia serie de preceptos constitucionales indeterminados. Y, desde luego, el reconocimiento formal de la economía de mercado no parece fácilmente compatible con la noción del Estado «democrático de derecho», como forma superadora del Estado «social».

, Desde el punto de vista de la organización y estructura del poder caben también algunas observaciones. Desde los principios del constitucionalismo se ha venido sosteniendo una y otra vez que la Monarquía no es, como dice el anteproyecto, una «forma de Estado», sino una forma de gobierno. Por otra parte, la afirmación de que la «soberanía nacional reside en el pueblo», aun cuando se encuentre formulada de modo similar en alguna Constitución europea, combina dos conceptos antitéticos de la soberanía que, históricamente, sirvieron de fundamento a dos tipos de regímenes contrapuestos: el de soberanía nacional, de la que es titular la nación, y sirve de base al liberalismo censitario y el de soberanía popular, de la que es titular el pueblo, y sirve de base a la democracia política. ¿Se reafirma así el carácter demoliberal del Estado desmintiendo su caracterización como «social y democrático»?

Desde luego cabría, entre otras, esa interpretación, pero cabe suponer, más bien, que la introducción del adjetivo nacional obedece a la preocupación de los partidos conservadores por compensar, de alguna manera, la admisión del término nacionalidades, nacionalidades que, por otra parte, no reciben en el texto ningún trato diferencial frente a las regiones. Esa misma preocupación parece haber dado lugar a la superbarroca redacción del artículo segundo, que empieza por reconocer el carácter metaconstitucional de la unidad nacional, limitando así el poder sin límites del constituyente, y para meter con calzador la expresión «nación española» en el texto, recurre al artilugio retórico de considerarla «patria común e indivisible de todos los españoles».

La verdad es que no se trata de buscar con esta crítica, formulada con el mejor espíritu constructivo, la perfección absoluta del texto constitucional, sino una redacción clara, sencilla y comprensible por todo el mundo. Y hay que suponer que a la mayoría de los españoles Ies resultará difícil, si no imposible, entender por qué razón si todos los partidos están dispuestos a admitir que se hable de la nación española no se sustituye en el primer párrafo del primer artículo la palabra España y se dice que «la nación española se constituye en Estado social y democrático de derecho». Lo que, además de ser mucho más correcto técnicamente hablando, permitiría suprimir el adjetivo nacional al referirse a la soberanía, redactar el artículo segundo de forma mucho más clara y precisa y eliminar el equívoco y la confusión que puede generar la yuxtaposición de los términos nación y nacionalidades.

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Si la falta de consenso se basa, como parece, en la confrontación entre una concepción constitucional que ve en las autonomías la meta de llegada y otra que ve en ellas el punto de partida hacia el federalismo, quizá no fuera inútil recordar el hecho de que en Estados Unidos, el país con más larga tradición y experiencia federal, se llama estado a cada miembro de la federación y se reserva para ésta la palabra nación -the nation-, al contrario de lo que aquí sucede como consecuencia de esa paradójica actitud sostenida por quienes desean, al mismo tiempo, no se sabe con qué intención, ¡a liquidación del franquismo y el mantenimiento de su vocabulario al que pertenece originalmente la noción de Estado español.

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