_
_
_
_
XXXI FESTIVAL DE CINE DE CANNES

Esperando a Mae West

Ángel S. Harguindey

Cannes comenzó ya su larga y fatigosa carrera en pos de la neurosis cinematográfica. Quinientas películas en dos semanas -cerca de 35 diarias- en una pequeña ciudad veraniega absolutamente copada por las gentes del cine, gentes que incluyen a una variada gama de prototipos: desde el comerciante nato, especulador y con mucho menos interés. por el cine que por el dinero fácil, al cinéfilo que es muy capaz de ver seis u ocho películas diarias con tranquilidad y sin alevosía.El Nicematin, diario local, cumplió una vez más su tradicional rito: publicar en su primera página la fotografía del jurado internacional que, naturalmente, cumple con la parte ritual que se le asigna y sonríe a la cámara con amabilidad y, de momento, ya se han paseado por la «croisette» Romy Schneider, Robert Wagner y su mujer, Nathalie Wood. Se anuncian llegadas espectaculares, pero para los amantes de los mitos del celuloide ninguna tan ansiada como la de Mae West, con sus ochenta años a cuestas, el papel protagonista de Sextet y una de las lenguas más aceradas de cuantas se recuerdan. Al parecer, lo de la West no es totalmente seguro, al fin y al cabo los años pesan para todos, pero el espléndido sentido publicitario del festival señala la posibilidad de que se acerque por estos pagos el bueno de Bob Dylan e, incluso, David Bowie. Los dos tienen película en esta XXXI edición del certamen y, todo hay que decirlo, el título del filme de Bowie encaja más con la leyenda corrosiva que le suele envolver: Soy exactamente un gigolo, dirigida por David Hemings. Ahora sólo falta esperar.

La sección competitiva del concurso comenzó con dos películas muy dispares. La soviética Un accidente de caza, de Emile Lotianou, basada en un cuento de Chejov y que ratifica la convicción del arriba firmante de que la cinematografía soviética se ha convertido en uno de los fenómenos artísticos más conservadores de cuantos existen -sin despreciar la proclividad que muestran los realizadores soviéticos en emular los filmes publicitarios de la Kodac, con atardeceres maravillosos incluidos y la italiana El árbol de los zuecos, curioso filme de Ermanno Olmi. En los corrillos de los enterados se comienza a especular con la posibilidad de que Olmi se lleve algún premio, pero todo parece indicar que dichos corrillos están a sueldo de Roma.

Tres horas menos cinco minutos de documental sobre las vidas y costumbres de los campesinos de la Lombardía de finales del siglo XIX parece demasiado fuerte para cualquier premio. El filme de Olmi, producido por la televisión italiana, es un buen reportaje ficticio sobre el campo. Parece que el hombre del siglo XX añora la campiña y como no puede vivir en ella, pues prácticamente no existe, es materia de estudio para los etnólogos del mañana. Correctamente fotografiada, con la colaboración de campesinos lombardos y Juan Sebastián Bach, que le pone música a las tareas propias de los lugareños, El árbol de los zuecos es un digno producto televisivo, pero no un rival de nadie en las aspiraciones por conseguir la Palma de Oro, al menos ese es nuestro criterio.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_