Italia tiene solución política, no policial
Pensador católico y único senador italiano que defendió unas e eventuales negociaciones en el caso Moro
En la calle Caetani, lugar donde fue hallado el cuerpo de Moro, y que se está convirtiendo en una meta de peregrinación popular, una mano desconocida ha escrito esta frase de Tucídes: «El mal no es sólo de quien lo hace, sino también de quien, pudiendo impedirlo, no lo hace».
La crítica va dirigida, evidentemente, a la actitud de las fuerzas políticas italianas que, para no agrietar la imagen externa del Estado y para demostrar que el chantaje político «no paga», rechazaron todas las soluciones, excepto la de dejar al arbitrio de las Brigadas Rojas toda la responsabilidad de la vida de Moro.
Pero ya no es tiempo de acusarse de lo que se hubiese podido hacer o de lo que no se consiguió impedir. El mismo gesto de la familia Moro, que no ha querido ni discursos ni funerales de Estado ni medallas, no es un acto de resentimiento, sino más bien un acto político. Ello significa que el verdadero problema de hoy no es el de resolver con un rito liberatorio de dolor colectivo el oscuro sentido de culpa que ha sido aceptado por todos como inevitable, sino de comprender lo que verdaderamente sucedió el 9 de mayo.
Para entenderlo es necesario borrar todas las palabras superfluas, empezando por las palabras pronunciadas y escritas por las Brigadas Rojas en sus mensajes, y es preciso olvidarse incluso del nombre con el que se han bautizado. Lo importante es descifrar las señales que han dado y las acciones con las cuales las han exprimido. Porque lo Primero que es importante subrayar es que mientras sus palabras fueron ambiguas, sus gestos fueron en cambio clarísimos. Sobre todo el último gesto, el de aquel cuerpo destrozado abandonado en la encrucijada de dos palacios romanos: Piazza del Gesú y Via delle Botteghe Oscure.
Movimiento de masas
Habían dicho las BR que querían formar un movimiento de masas, pero no existen masas, por lo menos en Italia, que se puedan conquistar con actos repugnantes y criminales, que hieren indiscriminadamente al potente y al débil, al subalterno y al directivo, al técnico y al político, estableciendo una unidad interclasista entre las víctimas.
Las BR habían dicho que se sentían indiferentes a las formas políticas, más o menos avanzadas, elaboradas por el sistema. Lo que deseaban, según ellos, era derribar el sistema, descomponer las instituciones, combatir las multinacionales, atacar al Estado. Pero las señales que han dado son precisamente las que expresan una tesis política, interna al sistema, perfectarnente sincronizada con los tiempos y con los humores del debate político en curso en el país, entre fuerzas sociales y partidos.
De todas las señales, la última fue la más didáctica y hasta la más grosera. El cuerpo de Moro no fue abandonado a la puerta de la Cámara de Diputados o del Senado, que es donde se hacen las leyes «represivas», ni tampoco delante del Viminale, donde está el ministro del Interior; ni cerca del Quirinale, donde se aloja el presidente de la República; ni tampoco a la puerta del palacio de la Confindustria, donde viven los justos del capitalismo italiano y de las multinacionales; ni siquiera en la Piazza Sturzo, donde se halla la verdadera central operativa de la Democracia Cristiana.
El cadáver fue arrojado entre los dos mayores partidos italianos, en medio de sus dos centros más significativos, en medio de sus banderas, para enturbiar sus relaciones y separar sus caminos. Es decir, para interrumpir y derribar, casi a la meta, el largo camino que desde la ruptura del 47 les ha llevado a través de un proceso de elaboración política, de revisión ideólogica, de desmitización religiosa, de evolución electoral, a converger en una acción común para la defensa y el desarrollo de la República.
Este proceso ha sido largo, sufrido y contradictorio. Pero nadie, ni con la política, ni con la ideología, ni con la religión, ni había sido capaz de frenarlo. Y no habían podido pararlo porque este proceso no había salido de los alambiques de un mago de la política. Es algo que ha comprometido e interesado a millones de hombres y mujeres y a más de una generación. No fue un invento de Moro, ni se puede decir que él hubiese hecho nada para asegurar este proceso más aún de lo que hizo para moderar el paso. Pero lo reconoció, lo incluyó en su visión de hombre de partido y de estadista y cuando comprendió que no se podía ya esperar, echó todo el peso de su autoridad a favor de una conclusión positiva con la inclusión del Partido Comunista en la mayoría. Si Moro no hubiese hecho esto, no habría existido un 16 de marzo, ni hubiese existido aquella mañana un Gobierno. Entre los grupos parlamentarios democristianos que existieron contra el acuerdo, fue él quien cambió la situación. ¿No acaso, desde hacía tiempo, le habían aconsejado, no se sabe si muy desinteresadamente, que se retirase de la vida política y estuvo tentado a hacerlo, como él mismo lo dijo en una carta a Zaccagnini desde su prisión?
Esto esplica por qué debía ser Moro, por qué debía ser el 16 de marzo, por qué se encontró el cadáver en aquel lugar, un lugar que, como alguien ha medido, dista exactamente el mismo número de pasos (252), tanto del ingreso de las oficinas de DC como de las del PCI.
Pero también esto demuestra que el objetivo no es una imposible revolución «leninista» de izquierda, sino un objetivo de regresión y de reacción. Es una lucha contra una forma política, y es una lucha que no es el síntoma de una democracia moribunda, sino que se ha desencadenado en una fase ascendente de la vida democrática, en el momento crucial de una insospechada vitalidad, no obstante el grave proceso de desmoronamiento de la sociedad italiana.
Pero también es necesario ver en la tragedia de Moro, no una historia encerrada en el destino individual de una persona, por muy ilustre que sea, sino una parábola: la parábola de un choque que tiene por objeto la misma Italia, este país que en el corazón de Europa se atreve a creer en la democracia, se atreve a honrar los resultados electorales, a hacer colaborar a comunistas y católicos, desafía la política mundial como se ha cristalizado en las relaciones entre los máximos sistemas desde Yalta hasta hoy. Lo dijo Kissinger en un discurso que se encuentra en las actas del Senado americano: «La participación de los comunistas en un solo país de Europa occidental cambiaría la estructura del mundo como nosotros la conocemos desde la posguerra a hoy, de las relaciones de América con sus aliados más importantes», visión, sin duda, exasperada y orientada a forzar la mano de la Administración Carter, que se ha revelado más dúctil que las precedentes hacia tal perspectiva, pero orientada también a unir el interés americano por el status-quo, los malhumores soviéticos hacia el eurocomunismo que de vez en cuando explotan en el Pravda, y las manías antisoviéticas de China, que exhorta a Europa a la ortodoxia atlántica y una unidad cada vez más estrecha, incluso militar, con Estados Unidos.
Visión inmovilista
Lo que es común en estas posiciones es una visión inmovilista de situación mundial, como si toda la política internacional deba siempre girar alrededor de la muralla de Berlín. Hay que desear, no sólo para Italia, sino también para España y para toda Europa, que el «no podemos quedarnos neutrales» del ex secretario de Estado americano signifique sólo una presión política y psicológica como se expresa en la fórmula de Carter de «no indiferencia» y no lo que en pasado significó en otras partes desde Vietnam a Chile y a Líbano. Líbano.
Es cierto que toda la cuestión Moro fue vivida en Italia caseramente, como si no existiera este, panorama tan aterrador, como si Italia fuese una isla inviolable en un mundo todo violentado, como si el juego fuese no sólo contra los terroristas de todo color, sino también contra los conservadores y contra las vestales de un inmovilismo internacional, que acaba no sólo limitando, sino también impidiendo la autonomía de los désarrollos democráticos de cada una de las sociedades nacionales.
Ahora, Moro está muerto y trece criminales han quedado en la cárcel. Pero para continuar el camino, debemos enfrentarnos con estos problemas que no son problemas policiales, sino políticos.
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