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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ofensas a la bandera

LA NOTA oficial del Gobierno Civil de Valladolid y algunas informaciones de prensa dan cuenta de la quema o destrucción de banderas rojigualdas durante la conmemoración de Villalar. En un primer momento, la noticia resulta tan absurda que mueve a la incredulidad; la idea de que castellanos y leoneses puedan profanar el símbolo de una nación a la que han dado su idioma y sobre la que han ejercido una clara hegemonía a lo largo de los siglos parece un despropósito o un chiste. Pero la lectura más atenta de esas informaciones revela la naturaleza de ese inverosímil incidente y, aunque ni lo justifica ni lo absuelve, al menos lo explica.Porque resulta que esas banderas españolas destruidas en Villalar no ondeaban pacíficamente en edificios públicos, sino que eran manejadas como estandartes de guerra por fracciones privadas de ideología ultraderechista. En numerosas ocasiones hemos elevado, desde las páginas de este periódico, una voz de protesta contra quienes se permitían ultrajar el símbolo que representa la voluntad de convivencia unitaria y pacífica de todos los españoles. Pero esta vez, y sin que hacerlo signifique eximir de responsabilidades a los autores de esas injurias, nos parece necesario señalar que los principales culpables de este lamentable suceso son los provocadores que trataron de convertir algo que es el bien común de todos los habitantes de este país -de derecha, de centro o de izquierda- en patrimonio privado de una secta.

La reforma del Código Penal que el Gobierno anuncia para los próximos meses debería incluir entre las materias delictivas la utilización partidista de la bandera nacional. Ya en las pasadas elecciones legislativas tuvimos que padecer campañas de propaganda en las que los colores rojo y gualdo eran presentados como signos distintivos, peculiares y propios de partidos o coaliciones cuyo patriotismo, sin embargo, no era de mayor densidad que el de sus competidores en las urnas. Injurian, ciertamente, a la bandera quienes la escupen o la destruyen; pero cometen un delito de menosprecio igualmente grave las agrupaciones que deciden convertirla en instrumento polémico para la lucha política y como cobertura de sus intereses partidistas.

Hace aproximadamente un año el Partido Comunista dio una lección de cordura al dar carpetazo al viejo litigio que enfrentaba la bandera tricolor, ideada en mala hora por los republicanos en 1931, y la tradicional enseña bicolor, cuyo origen se remonta al ilustrado Carlos III, bajo la que lucharon las guerrillas populares que se enfrentaron contra los invasores napoleónicos y que hizo suya la I República española. En Cataluña y en Euskadi, las instituciones provisionales de autogobierno, que gozan de un amplísimo refrendo electoral, enarbolan la bandera española junto a la senyera y la ikurriña. La bandera roja, gualda y morada es, cada vez más, el emblema de un partido o el recuerdo de un pasado todavía no bien asimilado.

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Si la izquierda marxista y los nacionalistas vascos y catalanes han dado esas pruebas de madurez y de clara voluntad de concordia, hora es ya de que las agrupaciones políticas conservadoras, comprometidas seriamente en la consolidación de la democracia y en el respeto a las reglas de juego de una sociedad civilizada, renuncien a identificarse exclusivamente ellos con la enseña de todos los españoles y a utilizarla para fines partidistas.

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