El credo común de una sociedad democrática
Diputado del PSOE por Valladolid
No es fácil la construcción de una sociedad democrática. Estamos viendo en el último siglo de la historia universal como incluso sociedades sólidamente constituidas con ideales liberales, no han evolucionado homogéneamente hacia una mayor libertad ni más amplia e igualitariamente repartida. El ideal democrático, meta de las sociedades modernas, se puede desviar y es necesaria toda la reflexión y todo el sentido crítico para tomar conciencia de esa posibilidad. Estados Unidos de America son un ejemplo de esa situación. Desde los ideales de los padres fundadores del Estado de la Unión, hasta la realidad norteamericana actual lo menos que se puede decir es que no se ha producido una evolución homogénea y que se han introducido importantes elementos de desviación. Naturalmente que este problema se agrava en una sociedad en consolidación de la democracia como es el caso de la sociedad española, donde todavía no tenemos Constitución, y donde a estas alturas solamente el Parlamento es una institución democrática.
En esas circunstancias hay que insistir en el impulso social surgido del 15 de junio y racionalizarlo hacia un punto de partida común dentro del pluralismo, para consolidar la democracia, evitar sus desviaciones y resistir a los ataques conscientes para desestabilizarla.
El entusiasmo y la esperanza de participación de todos los ciudadanos en la sociedad democrática es el gran tesoro de nuestros días y supone la creencia de la mayoría de que, con todas las dificultades, la democracia es el mejor de los regímenes posibles o para los más relativistas el menos malo de todos.
La toma de conciencia de que ese espíritu tiene un credo común, unas creencias básicas que lo sustentan es hoy, por consiguiente, importante. Su explicación, su difusión y su discusión pueden ser también formas adecuadas para ayudar a consolidar nuestra democracia,
El credo común de la sociedad democrática es un concepto histórico y por consiguiente en progreso variable de acuerdo con las plurales aportaciones de una conciencia crítica que contribuye a su formación. No es un dogma a fijar ni a conservar, ni puede ser tampoco un tranquilizante o asegurador social que sustituya a las creencias religiosas. No puede ser una nueva teología. Es un conjunto mínimo de bases comunes para que la convivencia democrática sea lo más efectiva posible. No es una meta a alcanzar sino un punto de partida desde el que avanzar en los ideales humanos de libertad e igualdad. Desde mi punto de vista comprendería lo siguiente:
Primero: La creencia en el otro como ser distinto, con sus posiciones éticas, estéticas, culturales, sociales y políticas y en, la eminente dignidad de todos los seres humanos.
Segundo: La creencia en el pluralismo y en la diversidad de perspectivas para explicar al individuo en la historia, a la sociedad y al Estado, y la toma de conciencia de que todas ellas pueden contribuir al progreso y a la felicidad humana si ajustan la realización de sus programas a las reglas del juego.
Tercero: La creencia en que la convivencia social y la consecución de los fines humanos exige un orden jurídico, un ordenamiento, unas reglas del juego como procedimiento de actuación social. La parte superior de ese ordenamiento es la Constitución, carta magna de la convivencia, lugar de fijación de los valores máximos que una sociedad quiere establecer, norma de reconocimiento de las restantes fuentes del derecho, organización de los poderes y de la estructura territorial del Estado, y lugar de reconocimiento y de garantía de los derechos y libertades fundamentales.
Cuarto: La creencia de que a través de esas reglas del juego formales todo se puede cambiar, con lo que el progreso y la apertura a nuevos valores siempre es posible. Lo único que no se puede cambiar, es el procedimiento para cambiar, es decir el mecanismo que hace posible el cambio, y que de esa manera integra y racionaliza la ruptura.
Quinto: La creencia de que fuera de las reglas del juego todo tipo de violencia es rechazable e inaceptable, porque supone el ataque más profundo a la propia posibilidad de cambio de la sociedad democrática.
La creencia dogmática en la propia verdad y su consecuencia inmediata, la violencia para imponerla o para eliminar a los discrepantes, no puede, por consiguiente, ser procedimiento para la vida social. Los poderes públicos deben, en la sociedad democrática, reservarse el monopolio legítimo de la fuerza como organización de las sanciones institucionalizadas que apoyen la validez y la eficacia del ordenamiento jurídico democrático.
Sobre este credo común democrático se deben establecer las diferencias y desplegar las posibilidades de las diversas opciones reales o de las distintas ideologías. La justicia puede tener un desarrollo de contenidos superior en cada momento histórico, pero su contenido mínimo es este común credo democrático, verdadero fundamento de la sociedad. Fuera de él está por un lado el totalitarismo y por otro la anarquía. Dentro de él la sociedad puede alcanzar cotas superiores de progreso, de igualdad y de libertad, pero precisamente a condición de respetarlo y de avanzar a partir de él.
Los socialistas tenemos, como los demás, que asumir este credo y renunciar a tentaciones que en otros momentos de la historia hemos podido tener de pensar que nuestra verdad, era tan evidente que había que imponerla por la fuerza. Nuestra autocrítica en ese sentido tiene que ser tajante. Nunca más se puede caer en ese error. Precisamente la condición de la realización del socialismo es hacerlo a través del común credo democrático. Sobre esto no hay hoy ninguna duda. Los socialistas tenemos las ideas claras. Mi colega y amigo el profesor Fraga no debe preocuparse de dar consejos a los socialistas. Quizá son más necesarios en su propio campo donde la conversión a la democracia es reciente. A nosotros los cuarenta años de lucha contra la dictadura nos han quitado cualquier veleidad y nos han disipado todas las dudas.
En una sociedad democrática todo cabe, a condición de respetar este común credo indispensable. Los únicos herejes políticos son los que lo intentan desconocer, vulnerar o destruir. Y aún en ese supuesto, precisamente por razón del mismo credo democrático, esos herejes deben encontrar todas las garantías cuando intente entrar en juego la sanción institucionalizadora para defender ese credo común. Lo que distinguirá pues en momentos radicales a una sociedad democrática de la que no lo es, será la reducción de los herejes a aquellos que no acepten el credo mínimo común y además que les concede todas las garantías y seguridades en su defensa.
La consolidación de la democracia pasa, en nuestro país como en el resto del mundo, por la aceptación y el enraizamiento en lo más profundo de nuestras conciencias del denominador mínimo de la convivencia que he llamado su credo común.
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