La política de la muerte
CABE SUPONER que los asesinos del señor Haddad, director general de Instituciones Penitenciarias, pretenden que se dé a su crimen una lectura superficial y que la opinión pública conecte su muerte con la reciente de Agustín Rueda, militante de la CNT fallecido tras una paliza en la cárcel de Carabanchel. De ser asi, el dato alimentaría las estadísticas que revelan, por lo general, el bajo cociente intelectual de los asesinos. Ahora conviene resaltar que ambos crímenes -o este crimen y aquel homicidio- carecen de posible conexión, a menos que esto no sea un Estado y una nación, sino el bosque de Serwhood, en el que los arqueros de Ho oid restablecen la justicia combatiendo con las armas al sheriff de Nootingan. La menor apoyatura política que se diera a este nuevo asesinato no conduce a ningún camino dialéctico -por peregrino que sea-, sino al nihilismo o a una irresponsable política de TBO pasada por sangre. Así las declaraciones de un testigo de excepción en la muerte de Hadidad, el vicepresidente de Acción Republicana Demócrata Española, entrañan algo más que una mera interjección escatológíca cuando se refiere a los asesinos como « ... un grupo de mierdas que salieron, corriendo ... » Así es.Hace exactamente una semana publicábamos un editorial al filo de la muerte de Agustín Rueda denunciando el fracaso de la actual política penitenciaria, que había llevado la ley de la selva a las prisiones. Decíamos entonces que pese a los plausibles esfuerzos del señor Haddad, ya era detectable la incompetencia de la Administración para encarar este problema y debía pensarse seriamente en traspasar a la judicatura el actual gulag de las cárceles españolas. No quitamos ni una cotria de lo escrito, pero habrá que recordar a los asesinos a quién han matado.
Han matado al primer director general de Prisiones -de que se tenga memoria- que dio todo tipo de facilidades para que tomaran estado judicial los presuntos abusos de los funcionarios penitenciarios; a un político socialdemócrata que no titubeaba a la hora de destituir a los directores de prisiones que administraban las cárceles como feudos personales; al hombre que estaba tendiendo puentes hacia los portavoces de las reivindicaciones de los penados y que luchaba -acaso infructuosamente, pero con demostrada buena voluntad- contra la larga incuria del sistema penitenciario español. No han matado a un represor, sino a un político sinceramente reformista.
Por lo demás, ¿de qué valen ya las repetidas lamentaciones ante estos crímenes sin sentido? Sólo queda la confianza en el rechazo social y en el trabajo de la policía y de losjueces sobre los verdugos de toda laya que aún creen en la pena de muerte y con fruición la aplican por propia mano.
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