El terrorismo como lenguaje
Tengo para mí que no se puede entender gran cosa de este fenómeno que llamamos terrorismo si nos limitamos a aplicar los esquemas habituales de la ciencia social. Estos esquemas conducen, pongamos por caso, a interpretar el terrorismo en función de causas muy localizables: o la mano de Moscú o la mano de las multinacionales (según sean las preferencias), o, en todo caso, la acción conspiradora de grupos perfectamente organizados y con fines perfectamente definidos. Desde luego uno no niega la existencia de organizaciones de filiación extremista. También existen grupos que «fomentan», a nivel de inconsciente colectivo, determinados actos de terrorismo. La sociedad está llena de terroristas secularizados que no emplean directamente la violencia, pero que sólo se mueven ateniéndose a la lógica del puro poder. También es obvio que la crisis económica, la falta de puestos de trabajo para la población más joven, el deterioro de una legalidad insuficientemente legitimada y otros condicionantes, contribuyen a la aparición de actos terroristas. Ahora bien, lo que aquí nos importa es comprender la, cosas en su nivel cultural más hondo, y dentro de este contexto nos parece que el fenómeno del terrorismo, en sí mismo, obedece a una lógica autónoma y hasta cierto punto no racionalizable.Veamos. El lector conoce, sin duda, la vieja especulación freudiana sobre el asesinato del padre y el origen de la cultura. La cosa sería que muerto el padre si sombra reaparece con el totemismo y con las dos prohibiciones básicas del mismo: el respeto a símbolo del padre y la prohibición del incesto, es decir, el con tenido de los dos crímenes de Edipo, la moral y la cultura, la k y el orden. Pues bien, dejando' un lado que este esquema no se universalmente válido, nos puede servir de referencia cultural. El caso es que en muchos de los movimientos explícitamente antisociales del momento, lo que se pone en solfa es precisamente la globalidad de este esquema ve nerable. Cuando se dice, por ejemplo, que «el loco tiene la palabra» quiere decirse que tras el asesinato del padre le toca hoy el turno a la cultura. Así, más que al Estado como símbolo del padre, se ataca a la moral y a la sociedad en todo su aparato sistemático, por considerar que se trata de instrumentos de represión. Se pretende asesinar a la cultura para terminar con el último baluarte de la represión; para terminar con el reinado póstumo del padre. De ahí la tendencia a suprimir, o al menos a difuminar, las fronteras entre lo legal y lo ilegal lo moral y lo inmoral, lo verdadero y lo falso, lo normal y lo anormal. Y de ahí -a veces- el estallido de un terrorismo « desorganizado », que es como la revolución que procede a su propia ideología.
La antropología cultural nos sitúa, pues,frente a un tipo de respuesta anarquizante, que en algunos casos (sólo en algunos casos) puede ser violenta. Lo que el terrorismo pretende es instalarse en un terreno previo al de la cultura, y este terreno es el del puro poder. El terrorismo como lenguaje es el lenguaje del poder. Del poder a secas. El terrorista estima que toda legalidad procede del poder y que en consecuencia es inútil dejarse arrastrar hacia la enajenación simbólica de lo social. El terrorista utiliza un lenguaje presocial: el lenguaje del puro -poder, la dialéctica de la violencia. El terrorista prescinde de la ley porque la considera como una mera superestructura hipócrita, y plantea su batalla en un terreno previo: en los supuestos orígenes fácticos de la ley, en el puro balbuceo de la coacción. El terrorista no se hace ninguna ilusión sobre las raíces sociales de que pueda disponer; él piensa que la masa está drogada por la ideología liberal y por los códigos de convivencia establecidos. El terrorista es alguien que previamente ha vomitado la cultura (y con ella la culpabilidad) y que, por así decirlo, quiere partir de cero. El terrorista se siente legitimado por el mero hecho de tener un arma en la mano. No hay aquí interiorización dé símbolos y de leyes; lo único que hay es el puro juego fáctico del poder, la capacidad de coacción.
La lógica del terrorismo no es pues la lógica habitual, inscrita en el aparato simbólico de la cultura. Tal aparato es como si no existiera; es sólo el lavado de cerebro al que se someten las masas. Lo único que cuenta es la fuerza, la coacción. Con lo cual ya se advierte que el terrorismo supone, efectivamente, un peligro de desestabilización. Pues la tentación para el cuerpo social es obvia: dejarse arrastrar hacia este lenguaje previo, hacia esta «legitimidad» de la violencia, la coacción y la facticidad. Y aquí conviene reflexionar sobre algo que se suele olvidar. Existe, como decíamos, mucha gente que sin practicar el terrorismo tiene mentalidad de terrorista. Son todas estas personas que sólo creen en la fuerza bruta y en el poder bruto. Son estos personajes que tan a menudo aparecen en los telefilmes americanos, y cuya única obsesión es el poder del dinero. Se trata de terroristas secularizados, personajes pre-sociales. Su lenguaje no es el lenguaje de la sofisticación cultural y pluralista sino el lenguaje del poder absoluto.
La pregunta es ahora la siguiente: ¿Qué medidas debe tomar un cuerpo social sano para luchar contra el terrorismo y contra el caldo de cultivo que lo hace posible? Ya se ve que la primera tentación es el regreso a sistemas de gobierno autoritarios. Frente a los traumas del desorden, los espíritus autoritarios se erigen ante todo en salvaguardas del totem. El slogan de primero la ley y el orden viene incluso sancionado por la antropología cultural. Ahora bien; también se ve que esta respuesta implica un dejarse arrastrar hacia los supuestos del terrorismo. La defensa contra el terrorismo no puede ser otro terrorismo. Lo que procede es comprender el fenómeno y segregar los anticuerpos que lo hagan más improbable. El terrorismo, en cierto modo, es un fin en si mismo. Evidentemente, no todo el mundo puede llegar a ser un terrorista en activo. Hace falta estar poseído por un alto grado de absolutismo y tener una psique muy peculiar para sentirse dispuesto a matar o a morir por alguna causa. Lo que ocurre es que cuando esta causa no existe, o no existe aparentemente, el terrorista la inventa. Pretextos nunca habrán de faltarle. Porque el caso es que en cualquier sociedad liberal, todo tipo de opresión, desigualdad o desequilibrio puede convertirse en pretexto para una acción terrorista. Y el, caso es también que, por la misma razón, y paradójicamente, el terrorismo no suele aparecer en los regímenes más autoritarios. Allí la vioIencia, el lenguaje del puro poder, viene monopolizada por el Estado. En cambio, en el contexto de una sociedad democrática, todo tipo de represión gratuita crea una contradicción que, en ocasiones, puede degenerar en el cortocircuito terrorista. Existe una especie de principio general: el terrorismo es tanto más probable cuanto menor sea la opresión global, pero cuanto más acusadas sean las contradicciones particulares. En efecto; sin un mínimo clima de permisibilidad global, la acción terrorista no es posible; pero sin la exacerbación de las contradicciones particulares, la chispa que prende el fuego tampoco se produciría. He aquí un primer factor a considerar.
Otro factor es el deterioro de la legalidad cuando ésta no se halla suficientemente amparada por la legitimidad. En un artículo publicado hace algún tiempo distinguí entre lo legal, lo legitimo y lo real, aludiendo a los riesgos de disociar lo económico de lo político y lo político de lo social. Hoy tendríamos que añadir: y lo social de lo cultural, y lo cultural de lo natural, y así sucesivamente. En efecto; la única defensa de un sistema democrático frente al lenguaje del terrorismo está en el perfeccionamiento de su propia democracia. La seguridad y la libertad no tienen por qué estar reñidas siempre que no lo estén la legalidad y la legitimidad. Ha de haber un consenso general progresivo, no sobre lo ideológico (ni siquiera sobre los modelos de sociedad) sino sobre los modelos generales de la convivencia. Tenemos que ponemos de acuerdo sobre el modo de no estar de acuerdo, y para que este consenso se produzca no basta con que los parlamentos discutan las leyes. El debate ha de prolongarse en los medios de comunicación, foros, asambleas, organizaciones locales, etcétera.
Resumiendo. El terrorismo como lenguaje, como lenguaje pre-social, procede de un previo asesinato de la cultura. El terrorismo no es una acción política racional, porque no obedece a la lógica cultural establecida. La «utopía» terrorista consiste en partir de cero. De ahí, por cierto, la dificultad de distinguir entre terrorismo político y terrorismo a secas, o entre terrorismo de derechas y terrorismo de izquierdas. Cabalmente, y a tenor de lo dicho hasta aquí, el dar una filiación política (y por tanto simbólica) al terrorismo carece de sentido. El terrorismo se instala en una zona previa a los matices y a las demarcaciones; su lenguaje es pre-cultural. Ahora bien; frente a este lenguaje amenazante, lo qué procede es no contaminarse, no asustarse, no involucionar. Frente al lenguaje terrorista, lo que procede es perfeccionar el lenguaje cultural de la convivencia: lenguaje complejo y delicado, que no se aprende en ninguna facultad universitaria, sino que es el resultado de la progresiva solidaridad y responsabilidad política de los ciudadanos. Es el lenguaje, o mejor, metalenguaje, que hace posible el genuino pluralismo.
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