Escritor y circunstancia
Como uno es escritor diurno y tempranero, y además -y subsistencialmente- colaborador de periódicos, empieza por levantarse de mal humor ya pensando en la siempre fastidiosa elección de los temas que sólo resultan fáciles cuando ellos lo escogen a uno, o sea cuando «están ahí» como incitación mostrenca o colectiva ya a medias escritos por la avidez del lector. Claro que uno quisiera mayormente escribir de lo que entiende, siente y en realidad ama. Para este caso, los negocios literarios, y los artísticos, como invención o como crítica; y, de modo colateral, las cavilaciones sobre cómo resuenan vitalmente, y no sólo especulativamente, sus trabajos en el ámbito en que el escritor vive y ejerce una «conciencia vigilante» propia de su profesión y, aún más, de su vocación. Pero las presiones ambientales de la vida en común, también están ahí con su problemática de urgencia y su carga de obligación; en aquel punto de juntura y deslinde por donde el escritor deviene ciudadano, más allá de la aséptica momia asomada como, un mohín de asco a su torre de marfil, del escritor puro, «recomendada», hace ya muchos años, por Julien Benda en su libro La Trahison des clercs, o sea la traición de los escritores metidos en política.La verdad de nuestro aquí y ahora, que es lo que realmente importa, se configura en nuestra prensa cuyos dos tercios largos ocupa la política y el resto secuestros, robos, asesinatos y violaciones reales o supuestas, como partes de la general licencia con la que se confunde la democracia. Frente a esta «legitimidad» del hecho en sí, aquellos requerimientos de la vocación no tienen más remedio que dejar paso al quehacer de la vida pública interviniendo en él según su leal saber y entender, reservando en lo posible su independencia y tratando los temas sin dejarse coaccionar por la vociferación emocional ni por su encuadramiento en las fracciones o facciones. Este tratamiento objetivo no tiene por qué ser escapista ni solemnizarse con la «superioridad» o el profetismo estúpido y «suficiente», ni caer en la cuquería del quedar bien sin gastar nada. El escritor, no sólo sensible e informado sino consecuente y decente, ha de demandarse una definición y un compromiso que presten a sus palabras, además del valor mental, la entereza moral que las haga dignas de crédito. Y ello, repito, no sólo por presión ambiental, sino por espontánea asunción y movilización de su responsabilidad solidaria.
Lo cierto es que si, frente a los suministros intelectuales que nos requieren perentoriamente nuestro patriotismo (palabra que hay que recobrar de su rutina escolar y castrense), persistimos en un solipsismo desdeñoso.
Perjeñando exclusivamente obra de invención, de cavilación divagante o de experimentación lujosa en nuestros tratos con las palabras, nos exponemos a quedarnos de espaldas a la realidad, elusivos y, aún más, fraudulentos, productores de vaga y amena literatura.
Sin renunciar a nuestra vocación profunda (Unamuno decía ser «la voz de adentro»), que por otra parte resultará imposible si es auténtica, a mí me parece que los escritores, del género que sean, deben entreverar sus voces al general griterío, si bien -repito- con más sosegadas modulaciones, serenidad mayor y objetividad razonada; y si somos viejos, con el aporte de la no siempre inútil experiencia, a condición de que no devenga énfasis profesoral, pelmez inaguantable o hipócrita y resentido viejoverdismo, sólo afanoso de estar «a la page» sin enterarse de lo que realmente ocurre.
Todo lo dicho (nada redicho ni admonitorio sino como conducta espontánea del más modesto de los escritores y, además, «nuevo en esta plaza») comporta un orden ético que mantenga nuestra intervención -y en esto siguen siendo razonables las tesis de J. Benda- no por encima ni por debajo sino simplemente lejos de los errátiles oportunismos, de los paralizantes dogmatismos o, en fin, de las trapatiestas y zorrerías que son de uso y obligación en las políticas de partido.
Tal confusión ya se vio, si bien oblícuamente, en aquella calamitosa moda, más que experiencia, del escritor «social», como apriorismo jerarquizante para llegar a ser algo y que sólo sirvió, en sus consecuencias últimas, para protagonización de infiltrados, furtivos chapuceros de la profesión y señoritos «progres». Y si hubo excepciones fue porque además, y a pesar de, eran escritores.
Si se me permitiera una divagación, yo diría que las artes y las letras son buenas o malas, responsables o fraudulentas, trabajadas o escamoteadas, sin enmascaramiento posible y sin pagar portazgos a lo «social» ni siquiera a lo socialista, hermoso y abnegado vocablo cuando se mantiene en sus límites. Todo lo humano, cuando no ocurre en algún imposible vacío, resulta social de por sí e incluso indemne a las acometidas de lo sociológico, que suele quedarse en cronología, estadística, comparación y receta, sin penetrar, ni tiene por qué, en las esencias. Tan «social» es Goya cuando pinta el Albañil herido (probablemente el primer «accidentado del trabajo» de la pintura europea) o las narizotas y belfos borbónicos, o la interminable y tremenda palinodia de los aguafuertes, como cuando asoma al barandal de la Florida sus comadres y chiquillos transformados en plebe celestial, o cuando acaricia con el pincel (tantas veces símbolo fálico en el garañón baturro -que tuvo veinte hijos de carne y hueso-) las entrantes y salientes curvas de las duquesas en flor o de las cupletistas áulicas, y, en fin, cuando con especial deleite y coloquio, retrata la mirada inteligente, las levitas grises y las rutilantes condecoraciones de los próceres liberales. Velázquez procede con la misma nivelación genial y profesional, retratando a la infantina plateada, al viejo mastín palaciego y a la «menina» monstruosa. Murillo echa a volar sus Inmaculadas y deja en tierra a los niños piojosos sin especial solidaridad con unos y con otros. La poesía «social» de Alberti, de Neruda, de Celada, de Blas de Otero... son primero poesía y luego, o al mismo tiempo, lo otro. Y así sucesivamente.
Volviendo a lo que íbamos, yo creo también que la inserción del escritor, si lo es de verdad, en la circunstacia política no tiene por qué obligarlo, o, lo que es peor, obligarse, a adaptar o aplebeyar su identificable estilo -ya que, a fin de cuentas, el estilo es el escritor- poniéndolo a nivel de cualquier retórica de quita y pon, o sea de pan para hoy y hambre para mañana, como le ocurrió a algunos, con verdadero talento, autofrustrados por el reclamo facilón de «lo social», por la mimética obsecuencia o por megalomanía y la ramplonería fascistas. En mi tiempo escribían en los periódicos la Pardo Bazán, Unamuno, Valle Inclán, Azorín, Alomar, «Heliófilo»... desde puntos de vista ideológicos muy personales pero extra o suprapartidistas. En el caso de Ortega, que se proclamaba, y era verdad, fundamentalmente periodista, algunos de sus libros más fértiles para la concienciación del hombre-ciudadano español fueron antes artículos de prensa, y muchas veces la escalada periodística sirvió para producir escritores sin más. Ahora la mayoría de los jóvenes con preparación camandulera en las deplorables escuelas -¡y facultades!- de periodismo se declaran satisfechos con la caza e hinchazón del «ser noticia» y las entrevistas casi siempre desniveladas, ante la consternación del lector, del oyente o del «vidente», entre la cultura del preguntón y la del preguntado, aun en los temas más comunes. Ya es bastante significativo que alguno de los mejores columnistas de hoy haya que buscarlos entre los salvados o prófugos de las tales escuelas del dirigismo franquista.
Y para rematar: me parece razonable que Julián Marías se queje, al mismo tiempo que del espíritu del texto preconstitucional, de las impropiedades y rusticidad de su letra. ¡Signos de los tiempos! A mediados del XIX, Chile encarga la redacción de su Código Civil a don Andrés Bello, escritor y gramático insigne, pero no abogado ni falta que le hacía. Sigue siendo una lectura encantadora por su claridad, por su propiedad, e incluso por su elegancia, que es lo más sorprendente que se puede esperar de un código. Ahora estos encargos se los hacen a los técnicos de unas cosas y analfabetos de otras. Es «la barbarie del especialismo», ya descrita por Ortega en años menos bárbaros, en hombres y circunstancias, que los de ahora. Una de las acepciones de bárbaro es: «el que habla otra lengua». Claro, la de los especialistas.
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