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Reportaje:Seis millones de individuos en 3.200 kilómetros de alcantarillas

Las ratas: una segunda ciudad bajo Madrid

En Madrid, como en tantas otras capitales del mundo, la ciudad de las ratas es un lugar oscuro y lleno de murmullos. El chapoteo del agua, el ruido de fondo, se escucha ocasionalmente cerca o lejos, a diversas distancias, y hace pensar en una mazmorra múltiple y filamentosa. Simultáneamente se perciben un gorgoteo suave y el olor a podredumbre que siempre se asocia a la humedad y al subsuelo. La urbe subterránea es en Madrid un lugar lleno de recodos, de sombras y de agobio; 3.200 kilómetros de galerías que están ahí como si alguien hubiera desenterrado un árbol gigantesco en un campo de cemento.Ahí, bajo nuestros pies, los chillidos de las ratas pasan por el aire como alfileres. Hacen las veces de guía para circular, porque las ratas son casi ciegas; seres que tienen que moverse a tientas, resignadas a vivir en un túnel y a compartirlo con los organismos portadores de la rabia, la salmonelosis, la poliomielítis y otras treinta maldiciones más. Pero, sobre todo, con los organismos propagadores de la peste bubónica. La vieja peste.

En el mundo suburbano, llamémoslo Ratilandia-Madrid, el día y la noche no son una consecuencia de la luz o de la oscuridad, sino del ruido. Cada sonido se interpreta como una clave de la situación en el mundo exterior. De día, la tierra próxima vibra incesantemente; las gárgolas y las bocas aportan mayor caudal y el suelo se estremece de cuando en cuando, quizá porque de pronto tiene que soportar un peso mayor. Las ratas aceptan estas conmociones con indiferencia, anotan en su mente cada señal de tranquilidad y de peligro: los pelos sensores de sus hocicos y sus pabellones auriculares captan el temblor y el ruido con toda precisión, y sus cerebros, pequeños como una judía, pero dotados de un número asombroso de interconexiones y circuitos, interpretan las sensaciones inmediatamente. Al menos, el ruido abundante debe ser traducido a una orden de cautela, porque significa que el hombre está alerta todavía.

La democracia gris .

Los barrios del subsuelo también están agrupados en comunidades de vecinos que han dado con un rudimentario modo de solidaridad: los territorios de cada una son respetados o defendidos fieramente. Ello hace que las colectividades portadoras de una enfermedad puedan guardarla durante largos períodos de tiempo y transferirla a la superficie, a la ciudad de los hombres, en un momento imprevisible. Entretanto, todos los individuos que forman parte del oscuro suburbio de las ratas participan de una vida que parece una maldición; están condenados a reproducirse y a destruir en un paroxismo continuo. La proximidad del hombre, a quien han acompañado desde el pleistoceno en las celdas, en las grandes migraciones y en los delirium tremens, las ha llevado a una guerra en la que la estrategia es la fecundidad. Una pareja puede originar en sólo un año 30.000 descendientes, y la progresión de crecimiento puede aplicarse a cada una de las 15.000 parejas resultantes. Como en tantas guerras interminables, para derrotarlas no basta con matar unos cientos de millones: hay que vencer a un fabuloso índice de natalidad. Pero, además, para hacer el final de la batalla un poco más incierto, la sabia Naturaleza ha previsto que sus incisivos crezcan quince centímetros por año: así que las ratas tienen que asumir la segunda mitad de la maldición; roer continuamente materiales comestibles o incomestibles a fin de que los dientes se mantengan en sus proporciones justas: para ellas, destruir es una necesidad. Las cañerías, contrafuertes de madera, forros de plástico u otros productos de distinta dureza obligatoriamente deteriorados ocasionan a las comunidades superiores un perjuicio mucho mayor que la pérdida de los alimentos que les disputan al menor descuido.

El menor descuido suele llegar casi siempre al anochecer. Entonces 2.000 millones de ratas se ponen en movimiento en la India y seis millones comienzan a inquietarse en Madrid. Cada rata pesa de trescientos gramos a medio kilo y para sobrevivir necesita comer por día una cantidad de alimento equivalente a una décima parte de su peso; ello quiere decir que, cada veinticuatro horas, los seis millones de ratas grises madrileñas se comen 120.000 kilos de alimentos frescos o desperdicios. Más de cien toneladas.

El pueblo de las ratas es, pues, la única colectividad que elige la vecindad del hombre y le impone con éxito una competencia obligatoria. Desde hace más de 40.000 años ha estado disputándole el pan en los calabozos o en las cámaras frigoríficas, en un alarde de adaptación al medio. Como si se hubiera inspirado en un manual de luchas orientales, prefiere aprovechar la iniciativa y los esfuerzos del enemigo, intenta colonizar indistintamente los graneros, las botellas de leche, las bibliotecas o los aviones a reacción. Es posible que el hombre y la rata descubrieran América juntos: hace unos meses, cuando un diario tituló «Ratas en la Casa Blanca», se proclamaba tácitamente la hegemonía de las ratas sobre los espías.

Guerra de exterminio; guerra de control

La proximidad histórica de la rata y, sobre todo, su instinto de expansión han impuesto al hombre una lucha permanente; le han obligado a responder a la guerra bacteriológica de las ratas grises con la guerra química: frente a un pueblo cuya capacidad de producción es la capacidad de reproducción, y cuya ciudad permite un ilimitado camuflaje, el único modo de agresión era el envenenamiento. Desde hace cientos de años el hombre ha buscado un veneno definitivo y se ha encontrado con algunos milagros de la genética: en determinados casos, unas cuantas generaciones de ratas sucumbían en un alto porcentaje, pero de repente aparecía un individuo inmune al veneno, tal como sucedería también con algunas especies parásitas de insectos. Finalmente se descubrieron los anticoagulantes, a los que se añadió algún producto hemorrágico. El Ayuntamiento de Madrid inició una gran campaña contra las ratas hace doce años, de cuya dirección ejecutiva asumiría la responsabilidad el doctor Herrero Martín, jefe técnico del Instituto de Bacteriología y Sueroterapia (IBYS), empresa que desde hace ocho años se encarga del control de la población madrileña de ratas grises. El plan de desratización se desarrolla desde unos presupuestos tácticos que convierten en acciones casi militares; durante diez meses al año el objetivo es evitar la expansión, y en los otros dos meses se ataca para reducir al máximo las poblaciones. En el año 66 se calculó que habían muerto casi 800.000 ratas en la campaña, después de haber consumido más de 23.000 kilos de raticida. En el despacho del doctor Herrero, que es algo así como un flautista de Hamelín sin flauta y, desde luego, uno de los españoles que saben más sobre ratas grises, los planos de la ciudad, señalizados con banderitas y otros indicadores, parecen los de un estado mayor central. « Los norteamericanos dieron en Saigón un tratamiento estratégico a la lucha contra las ratas, que en la entonces capital de Vietnam del Sur portaban pulgas infestadas con peste. La táctica consistía en separar la población de ratas del puerto, de la enclavada en el casco propiamente dicho de la ciudad: a las ratas del puerto, que tenían muchas posibilidades de emigrar en los vehículos utilizados para el transporte de tropas, se les aplicó un insecticida para eliminar las pulgas, y a las de la ciudad se las atacó directamente con raticida; en realidad se buscaba un efecto: al sentirse agredidas, las ratas de la ciudad se trasladarían a la zona del puerto, pero el instinto territorial haría que se en tablara un choque entre las dos colonias. Por encima del indudable ingenio de los autores del plan, y del extraordinario despliegue de medios económicos y técnicos de los norteamericanos, la consecuencia final no pudo ser más desalentadora: nunca pudo conseguirse la desratización de la ciudad.»

A pesar de sus millones de ratas, Madrid puede ser considerada una de las grandes capitales mejor controladas del mundo, en competencia con París y con algunas importantes ciudades de la República Federal de Alemania. Nueva York, con sus ghettos y sus arrabales, está entre las más desatendidas: la superpoblación humana y la de ratas grises son allí fenómenos superpuestos y quizá inseparables.

Sin embargo, al margen de los porcentajes, que son la única diferencia entre los pueblos de las ratas de todo el planeta, importa, sobre todo, saber que hay una especie con una capacidad de expansión superior a la humana; capaz de medrar a unos metros de distancia del hombre, de sobrevivir a su costa y de amenazarle con llamar cualquier día al Segundo Jinete, a la peste.

Conviene tener en cuenta que hay, bajo nuestros piel, un Tercer Hombre con seis millones de cómplices que están siempre cerca de los ojos de las cloacas.

Dijo Albert Einstein: «Si la rata pesara veinte veces más ... » Pero no dijo qué pasaría si el número de ratas se multiplicara por veinte.

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