El Tribunal de Cuentas en la Constitución
Catedrático de Universidad«En todos los tiempos y países la instauración y acondicionamiento del organismo destinado al ejercicio de una austera fiscalización de las haciendas públicas ha sido preocupación de toda organizacion política.» Con estas palabras comenzaba la exposición de motivos del real decreto (ley) de 19 de junio de 1924, que creó el Tribunal Supremo de la Hacienda Pública, y que hemos de atribuir a la pluma de don José Calvo Sotelo de su época regeneracionista.
La actual etapa constituyente es una buena oportunidad para sentar las bases de un control externo o jurisdiccional de la actividad económico-financiera de las administraciones públicas (estatal, territoriales, institucionales), que recojan los principios que la doctrina ha establecido al servicio de la aplicación correcta (legalmente) y óptima (económicamente) de los recursos públicos. Pero el anteproyecto de Constitución que acaba de ser publicado no se ha propuesto, al parecer, crear la institución que permita el eficaz control parlamentario de las haciendas públicas. Su texto en esta materia no mejora el correlativo de la Constitución de 1931 (artículos 109 y 120) e incluso es inferior al de la ley Orgánica del Estado de 1967 (artículos 44 y 55) sí se prescinde de su encuadramiento orgánico.
En efecto, el anteproyecto constitucional se ocupa del Tribunal de Cuentas en el artículo 127 y en el apartado d) del 141. Han sido redactados sin preocupaciones formales, pues, por ejemplo, se sitúa al «Estado» fuera del «sector público estatal» y seguidamente se limita la función fiscalizadora de dicho Tribunal a las Cuentas del «Estado». La anémica ordenación del Tribunal de Cuentas figura en un híbrido título (el VIl) al que se asigna el epígrafe: «Economía y Hacienda», que poco apunta sobre su inserción en la organización política del Estado, si bien se expresa que «dependerá directamente de las Cortes, y ejercerá sus funciones por delegación de ellas».
Las funciones de dicho Tribunal se ciñen a las cuentas y se conciben como de mera censura y/o fiscalización. Se silencia el procedimiento de designación de sus miembros, a pesar de que su independencia y su eficacia dependen en gran medida del régimen constitucional que se establezca para su nombramiento, como acontece, por ejemplo, con el Tribunal Constitucional (artículos 150 y 151).
Al referirse el anteproyecto de Constitución al control de la actividad de los órganos de, los territorios autónomos, se atribuye al Tribunal de Cuentas una «intervención» en lo económico y en lo presupuestario, que carece de toda significación dados los términos en que se establece.
Ante tan pacatos planteamientos ha de pensarse que para la ponencia que elaboró el referido anteproyecto se trata de una materia que carece de interés en el plano constitucional. También sabe conjeturar que abandona el control político de la actividad económico-financiera del Ejecutivo al propio Ejecutivo y a las actuaciones intermitentes o dislocadas de las comisiones de parlamentarios (artículo 67). A razonar la conveniencia de que el Tribunal de Cuentas tenga un lugar destacado en la Constitución se dirigen los párrafos que siguen.
Las tareas fiscalizadoras y comprobadoras de la actividad económico-financiera de las administraciones públicas han de ser realizadas por la Intervengación General de la Administración del Estado de conformidad con las leyes vigentes y con el apoyo de la contabilidad pública. El Tribunal de Cuentas no puede, por tanto, quedar limitado a fiscalizar lo ya fiscalizado, ni a censurar cuentas que ya han sido censuradas, ni a ejercer sus funciones con los criterios no políticos que presiden la actividad de dicha Intervengación General.
El Tribunal de Cuentas debe concebirse como el órgano permanente de apoyo de las Cortes en sus tareas de control y de investigación de la actividad económico-financiera de las distintas administraciones y empresas públicas. Las comisiones de parlamentarios antes aludidas tendrán a su cargo la alta revisión de toda la actividad estatal, pero la ejercerán necesariamente con carácter episódico, por lo que es preciso contar con una institución muy profesionalizada que dé uniformidad y despolitice el control político. De otro modo, tales investigaciones adolecerán de graves imperfecciones de carácter técnico y/o facultativo, además de que acusarán los defectos de su propia intermitencia. De aquí la importancia de un Tribunal de Cuentas que actuando como un «cuarto poder» frene o corrija los posibles excesos accidentales u ocasionales de un control de esta clase en la fase de pronunciamientos o conclusiones, no en la de estricta investigación o de carácter sumarial.
Por otra parte, el Tribunal de Cuentas debiera estructurarse como órgano delegado de las Cortes (Congreso de Diputados más Senado) para gozar de la preeminencia que a los cuerpos colegisladores corresponde, pero sin supeditación alguna a la hora de ejercer el control de las actividades económico-financieras del sector público. Así, por ejemplo, sus informes, periódicos o no, debieran hacerse públicos sin perjuicio de su remisión a las Cortes y al Gobierno. Sus acuerdos deben ser ejecutorios en virtud de su propio rango jurisdiccional y, asimismo, deben ser fruto de actuaciones no limitadas en el tiempo, ni en el espacio, ni en su extensión.
Estas competencias del Tribunal de Cuentas, sigo opinando, no han de coartar las que tienen atribuidas o se atribuyan a la Intervengación General de la Administración del Estado y a las comisiones investigadoras de diputados y/o senadores, pero sí han de impedir que el control del Ejecutivo se desplace de su nivel funcionarial para invadir el campo de la gerencia de la res publica que corresponde al ordenador del gasto público.
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