Josep Trueta: un tardío desagravio
Se cumple un año del fallecimiento de Josep Trueta Raspall (1897-1977). Trueta era un hombre que transformaba todos los casos de su actividad quirúrgica en materia de pensamiento con lo cual, a la manera de Marañón, pudo construir una consciente y bien dirigida experiencia mental. No fue uno de esos descubridores que, sin ideas personales y sólo por mera casualidad, topan con un hallazgo que hará época y de cuya renta viven su ulterior existencia, marásmica o poco ejemplar. Por el contrario, sus descubrimientos fueron consecuencia de ininterrumpidas búsquedas de explicaciones para hechos que en su opinión no las tenían; de un constante interrogante sobre el fondo fisiopatológico de las realidades cuyos porqués no comprendía. Investigador constante, incapaz de desaliento, fue, al mismo nivel, un catalán ejemplar y un tolerante republicano español sin tachas; un hombre bueno y liberal, viva imagen de la corrección.El caso de Trueta ha sido triste y aleccionador, como antes lo fuera el del físico Duperier, con muy parecidas y vergonzantes faneas políticas. Habiéndosele auto rizado la residencia y el ejercicio profesional privado en Barcelona (con la ayuda del ilustre cardiólogo Luis Trías de Bes, entonces presidente del Colegio de Médicos de aquella capital), del que se beneficiaron incluso altas autoridades de la Administración, la España oficial no dispensó a Trueta el merecido honor de encargarle, a título excepcional, una cátedra o un instituto de su especialidad. Una honrosísima excepción: el rey don Juan Carlos, conocedor y admirador de la inmensa categoría internacional de Trueta, le concedió la gran cruz de Carlos III y le honró con su afectuosa amistad desde que era príncipe.
Para colmo de la mezquina actuación oficial con Trueta he aquí otro dato que demuestra la inutilidad, entre nosotros, de los aleccionamientos históricos y de los triunfos allende las fronteras. Trueta era miembro de honor de las sociedades de osteotraumatología de todos o de casi todos los países del mundo. Pues bien, la sociedad española de la misma especialidad dejó pasar los años sin concederle ese honorífico nombramiento; cuando iba a ser propuesto, actitudes prepotentes lo impedían. Si no me falla la información, Trueta fue, por fin, designado como tal, pocas horas antes de su muerte, siendo presidente de la asociación, según creo, un digno traumatólogo de Valencia. Se le correspondía con esa desconsideración, después de diez años de su regreso a Barcelona, y de más de 35 años de haber estado acogiendo en el Wingfield Morris Orthopedic Surgical Hospital a todos los médicos jóvenes que desde España iban a adquirir, a su sombra, maéritos para unas oposiciones o concursos.
Doctor en Oxford
En 1938 ya publicado su libro Tractamen de les ferides de guerra emigró de su idolatrada Cataluña porque no quería ver muerta la libertad en su país, según sus propias palabras. Pero no tardó el Gobierno inglés en invitarle para impartir las enseñanzas de su técnica quirúrgica durante la última guerra mundial, en la que su consagración fue definitiva; eso le valió en Oxford para recibir las calificaciones de Maestro y de Doctor Honoris Causa. Hizo investigaciones originales y definitivas sobre la circulación renal y sobre el desarrollo óseo con ideas geniales que expuso, como invitado, en los centros científicos más serios del mundo. Y ya retornado a España, marcó a un catedrático español de Fisiología una pauta de investigación para demostrar el origen del tejido óseo. Una llamada telefónica de éste comunicando a Trueta la confirmación de sus ideas, fue una de las mas conmovedoras satisfacciones de los últimos días del maestro. Todos esperamos que cuando esos trabajos se publiquen el nombre de Trueta aparezca estampado en el lugar pertinente.
Pero en España se silenció su nombre a efectos públicos. Hasta en la prensa catalana el nombre de Trueta hubo tiempo en que fue tachado por la censura estatal. El día de su regreso podría haber sido una fiesta de concordia nacional, como lo habría sido para cualquier país con climax honesto, pero sólo se enteraron sus familiares y amigos.
Silencio casi total para su nombre hasta 1969, después, citas con cuentagotas. Pero un día las agencias de información propagaron la noticia de que la Universidad de Birmingham y otros centros de investigación médico-científica (entre ellos dos grupos españoles: uno de Andalucía y otro de Gerona) habían pedido para Trueta el Premio Nobel de Medicina. Y, a partir de esa fecha, en bastantes publicaciones periódicas hispanas se habló, con el conocido aire triunfalista, de otro posible «premio Nobel es pañol», simulando olvidar que tal concesión se solicitaba desde el extranjero para un hombre del que en su patria se había prohibido hablar y que en Barcelona vivía sin magisterio y sin otro aliciente que sus triunfos en la medicina privada. Recuerdo que cuando a un ex ministro le comenté la situación de Trueta me replicó: «Ese señor no puede quejarse pues se le ha autorizado para ejercer la medicina privada.» Tal era la mentalidad de quienes habían estado rigiendo la cultura nacional.
En 1973 le visité por razones profesionales. Trueta tenía que operar a mi esposa y momentos antes de la intervención le saludé en el antequirófano pidiéndole disculpas porque no deseaba asistir a la intervención, ya que no me gustaba molestar a los cirujanos con una presencia nerviosa e innecesaria. Entonces me sorprendió con estas vehementes palabras que pronunció con sincera alegría: «Querido doctor Vega Díaz; ¡cuánto se lo agradezco! Es usted el primer médico español que no me pide autorización para ser testigo de la operación. No le debo ocultar que siempre resulta algo molesto que los no cirujanos se empeñen, por extraña curiosidad, en asistir, husmear, preguntar, comentar, etcétera, durante las operaciones. Si por azar la intervención se complica acaban por contagiar de su nerviosismo al equipo quirúrgico, afortunadamente preparado para todos los avatares y contingencias, »
Canto a la libertad de expresión
Ví después otras veces a Trueta. En la fecha en que pronunció la conferencia Marañón; en la primavera de 1976, ya en el desconsuelo de su viudedad y enfermo; cuando vino de Barcelona para pasar unas horas en mi casa de Torrelodones, en compañía de sus hijos, los señores de Strubell; ya muy invadido por la arrolladora enfermedad, cuando se desplazó a Madrid para asistir al discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua de su gran amigo don Salvador de Madariaga, compañero profesoral de Oxford. Por último, un mes antes de su muerte, en que fui a Barcelona para asistir a la ceremonia de su investidura como Doctor Honoris Causa (dignamente presidida por su rector, el actual ministro de Trabajo), única universidad española que supo honrarle y que lo hubiera hecho antes si las solicitudes académicas no hubieran tropezado con dificultades burocrático-políticas. Al pronunciar su discurso de agradecimiento las lágrimas brotaron de sus ojos congestionados, ya turbios de muerte en cierne. El acto se desarrolló en lengua catalana, pero Trueta tuvo la gentileza de pronunciar unas palabras en castellano para dar las gracias a quienes desde Madrid nos habíamos desplazado por si no entendíamos la lengua de sus amores. Temblándole la voz, que la enfermedad había hecho aguda y que se apagaba en diferentes períodos del discurso por la debilidad general, hizo un canto angustiado a la libertad de expresión en la lengua materna y a la libertad humana, que decía ver ya en el horizonte de Cataluña y de la España del nuevo Rey después de cuarenta años de haberla perdido. Salió de la sala de actos del Hospital de la Santa Cruz y de San Pablo, que ya no volvería a pisar, con el alma estrujada y casi imposibilitado para andar. Tuvo después el rasgo señorial de departir con sus familiares y amigos durante dos horas en su casa, comentando las circunstancias por las que España atravesaba. No comprendo cómo pudo sobreponerse a las grandes emociones que vivió ese día. Pero a partir de aquel homenaje público fue periclitando su existencia con rapidez desconsoladora y el destino se lo llevó a ese lugar donde ya no hay ciudadanos de primera, segunda o tercera clase -is the truh and nothing but the truth-.
Españoles de excepción
Cuando murió Achúcarro una de las personalidades en quienes España depositaba más altas esperanzas científicas, Ortega y Gasset escribió estas palabras: «Mientras no conquistemos los españoles una más fina sensibilidad para las distancias y los rangos que debe haber entre los hombres de distinta calidad, toda esperanza de perfección nacional será baldía.» Y también: «Una vez más, el hombre excepcional, con la cruz de su esfuerzo a cuestas, cruza desapercibido la plaza pública, mientras sus compatriotas prefieren y aplauden a cualquier Barrabás.» La España contemporánea ha demostrado que le interesa más tener grandes hombres en la historia que exhibirlos en el presente; para éste, a veces eligió incluso algunos barrabases hueros y pedantes. No deja de resultar histriónico que las lecciones recibidas a lo ancho de los tiempos sólo nos hayan servido a los españoles para sembrar en los cercados ajenos. Mientras en España hay palos entre bastidores para proveer las plazas de las instituciones que ornan nuestro desorbitado mundo hospitalario con mediocridades o personajillos hechos al calor de las circunstancias políticas o de un simple éxito profesional privado o de una falsificación de exámenes propiciada por el mismo tribunal de oposiciones, hombres como Trueta y Duperier se pasaron los años, después de su regreso del exilio, contemplando nuestras exhibicionistas marionetas pseudocientíficas, pero en estado de muerte civil para la enseñanza. Nuestro desagravio es tan tardío...
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