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El general Díez Alegría y la reforma militar

Por primera vez en muchísimos años una reforma militar se ha puesto por delante de los acontecimientos en España. La labor llevada a cabo hasta ahora por el teniente general Gutiérrez Mellado, ministro de Defensa, está tan avanzada que se halla pendiente, para poder continuar, de que las Cortes aprueben la Constitución y se les pueda presentar la ley de Bases de la Organización Militar.Hace tan sólo tres años, en el invierno de 1975, el teniente general Manuel Díez Alegría decía, en su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas: «Nuestra actual organización de la defensa o, por decir mejor, nuestra actual falta de organización, no garantiza que esa defensa pueda desempeñarse de un modo efectivo.» En su discurso, Díez Alegría exponía la filosofía, el pensamiento, que habían inspirado sus continuos trabajos para poner en orden la herrumbrosa maquinaria militar española, esfuerzos que él había iniciado cuando era director del Centro de Estudios Superiores de la Defensa Nacional, y que había tratado, a la postre en vano, de poner en vigor cuando fue jefe del Alto Estado Mayor, bajo la dirección política del almirante Carrero Blanco.

En efecto, la secuencia de acontecimientos en tomo a la modernización política de las Fuerzas Armadas es, muy sintéticamente, como sigue: en 1965, el recién creado CESEDEN publicó unos Apuntes sobre un proyecto de doctrina para el empleo de las Fuerzas Armadas, que contenía ideas resultantes del análisis de experiencias propias y ajenas, que algunos, entre otros Díez Alegría, venían meditando desde años antes. En 1967-68 se avanzó un paso más y se preparó el borrador de una ley de bases de la Defensa Nacional. Sólo el impulso político que dio Carrero Blanco al proyecto hizo que éste se hiciese cuestión de Gobierno entre los años 1971 y 1973. Los meses siguientes fueron de sorda resistencia al proyecto de ley y de animadversión cerrada al general, quien, no obstante, fue conduciendo el proyecto a través de enmiendas y sesiones de comisión, «buscando para todos los asuntos fórmulas de compromiso», de modo tal que la ley, decididamente, parecía destinada a su aprobación por las Cortes corporativas, hasta que los antagonistas del jefe del Alto Estado Mayor, tanto de dentro del Ejército como de la clase política, lograron de un decadente Jefe del Estado, primero, la defenestración del ilustre planificador de la reforma, de tal modo y manera que pareciera que su salida era una sanción por iniciativas no avaladas por la superioridad (lo que era rigurosamente falso), y segundo, la retirada por el Gobierno del proyecto de ley, con lo que, una vez más, se endosaban al futuro las consecuencias de la parálisis política que parecía la vida toda nacional.

El general Díez Alegría, nuestro embajador en El Cairo, ha pedido ya que le nombren sustituto, y estará entre nosotros antes de la primavera. Su nombre ha venido a cubrir la vacante de la Academia de la Lengua. El general es hombre de pocas palabras, habladas o escritas. «Soy muy perezoso para escribir», se excusa. Su libro Ejército y sociedad es un breviario eficaz y conciso del pensamiento militar moderno. El general, además, debe de hallarse a estas alturas puesto a la tarea de escribir sus memorias; memorias necesarias y urgentes, como testimonio de que no todos los miembros de las Fuerzas Armadas se mostraban indiferentes a un sistema desfasado.

Su obra más importante, sin embargo, es todavía un texto inédito; un texto cuyo pulido estilístico final no será, quizá, ni siquiera suyo, pero que le pertenece como la obra pertenece a su inspirador: se trata de esa futura ley orgánica de bases de la organización militar, que aguarda en una mesa el momento de su edición y que puede ser, sin duda, una contribución preciosa al esfuerzo de seguir escribiendo la historia de España, ahora con renglones más rectos y limpios.

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