Prácticas parlamentarias
LA PROPOSICIÓN de ley para la abolición de la pena de muerte, presentada por el PSOE, no fue tomada en consideración por el Pleno del Congreso en la sesión celebrada el pasado día 12 de enero por un reducido margen de votos. Sólo con que tres congresistas hubieran decidido cambiar su opinión, la proposición socialista hubiera pasado a la comisión correspondiente para su discusión y eventual aprobación o rechazo. El resultado de la votación y los argumentos defensivos y abstractamente abolicionistas utilizados por el señor Lavilla convirtieron en certeza la conjetura adelantada en estas mismas páginas de que a menos de un imprevisto giro de los acontecimientos la pena de muerte desaparecerá de los castigos previstos en nuestro ordenamiento jurídico. Que UCD no se deje arrebatar por el PSOE la iniciativa formal de la ley es, por lo demás, una maniobra comprensible dentro de las competiciones partidarias; sería, por el contrario, una jugarreta censurable que el partido del Gobierno aceptara los principios del abolicionismo para utilizar luego procedimientos dilatorios que retrasaran indefinidamente la supresión de la pena capital.La votación que cerró el debate sobre la proposición abolicionista fue secreta. El recurso a este procedimiento, que en la mayoría de los parlamentos democráticos se utiliza exclusivamente para cubrir cargos y hacer designaciones, demuestra que los representantes de la soberanía popular en la nueva democracia española tienden a sobreponer sus intereses corporativos o de partido frente a sus deberes hacia los electores. Sin duda, los congresistas partidarios de la proposición de ley -socialistas, comunistas, nacionalistas vascos y catalanes- consideraron útil para sus fines que la votación fuera secreta, ya que eso permitiría a los diputados de UCD abolicionistas cumplir con los dictados de su conciencia sin temor a ser regañados por sus jefes; a su vez, los estrategas de UCD prefirieron lavar la ropa sucia de las disidencias en la oscuridad de confesionario de una votación secreta antes que ofrecer a la tribuna de la prensa la oportunidad de separar los halcones de las palomas, y en la seguridad de que la disciplina de grupo terminaría por imponerse a los escrúpulos individuales. Pero en ese juego de astucias y habilidades sólo hubo un perdedor: el cuerpo electoral, que ignora la utilización que se hace en las Cámaras de sus votos y a quien se priva de la posibilidad de controlar el comportamiento de sus elegidos.
El voto secreto es una garantía indispensable para la designación de los representantes de la voluntad popular. Sin embargo, los diputados y senadores deben opinar y votar con luz y taquígrafos, aunque sólo sea por el respeto hacia quienes, con sus votos, les han conferido la condición de tales. Ahora bien, parecería como si la política de pasillos y de susurros del anterior sistema cerrado ejerciera una extraña fascinación sobre los miembros de nuestro actual Parlamento. Las atribuciones exorbitantes de la Junta de Portavoces y la fruición prusiana con que las que ejercen los representantes de los principales partidos han convertido las sesiones plenarias del Congreso en unas reuniones esporádicas y rígidamente controladas, dominadas por el aburrimiento, faltas de naturalidad y de ingenio, donde un cortejo de diputados se suceden en la tribuna para, por lo general, leer agarrotadamente los papeles que les ha facilitado la directiva de su partido. La imposibilidad de intervenir desde los escaños y la sustitución de la oratoria por el deletreo contribuyen a conferir su carácter somnífero y de función colegial mal aprendida a los plenarios, cocinados de antemano con todo detalle de aderezos por la Junta de Portavoces.
Bien es verdad que las comisiones tienen mayor vida y se desenvuelven de forma más flexible. Sin embargo, carecen de la representatividad y ejemplaridad educativa de los plenos. Y si prosperan las negativas, explícitas o implícitas, del señor Arias Navarro, del señor Cortina y del señor Areilza a prestar su concurso a las comisiones de encuesta, resultará que uno de los procedimientos más idóneos de entroncar a las Cortes con la vida ciudadana caerá en desuso. Lo cual, si bien resulta ampliamente explicable en un paladín del autoritarismo, no deja de ser extraño en quienes se lamentan de la falta de nervio de nuestra naciente democracia.
Este negativo panorama de unos representantes de la voluntad popular que se encierran sobre sí mismos y cortan los puentes de comunicación con los electores, sólo necesita, para colmar el vaso de la involución hacia los estilos de la democracia orgánica, que el procedimiento del voto secreto adquiera el rango de uso parlamentario. Porque es lamentable que, precisamente cuando el conflictivo carácter moral de un tema plantea problemas a la férrea disciplina de los grupos, los partidos eviten la práctica usual en los parlamentos democráticos de dejar en libertad de voto a los diputados para que éstos expongan, a la luz del día, sus convicciones y opten por una fórmula de tolerancia para los discrepantes a condición de que éstos lo hagan de manera vergonzante y subterránea y la opinión pública sea mantenida en la ignorancia.
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