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Ética del poder universitario

Que la Universidad española aparte albergar, es decir, prestar local a algunas secciones o departamentos que funcionen bien en cuanto tal entidad unitaria carece de función o ésta es mera mente burocrática -despacho expendeduría de títulos- es cosa tan evidente que no vale la pena de gastar tiempo en hablar de ello. El nacionalsindicalismo, en estrecha alianza con el nacional catolicismo, intentó su politización falangista, pero la inercia de los catedráticos -que, salvo excepciones, no fueron ni siquiera falangistas y pronto, en cambio, en número considerable, miembros o cuando menos simpatizantes del Opus Dei y luego la resistencia activa de los estudiantes, impidieron que aquélla tuviera lugar. El período 1955-1956 fue de deterioración del SIEU y decreciente permisividad. A partir de 1965 las cosas cambiaron: con la pasividad del profesorado y Ia complicidad de las autoridades académicas, la Universidad pasa a ser regida por el Ministerio dc Gobernación. Ocupada militarmente por la fuerza pública y organizada pararnilitarmente (baje la forma de departamentos, versión franquista-regimental de la concepción departamental angloamericana), perdió todo sentido. Y su honor sólo fue salvado por la valiente resistencia de los estudiantes.Hoy la vieja Universidad napoleónico-funcionarial está muerta y el Gobierno no puede darle nueva vida, ante todo porque carece de medios económicos para ello. (Hace poco escribí -de broma, claro- que el único ministerio que me gustaría desempeñar es el de Cultura. Ahora agrego -en serio, claro- que el último ministerio que aceptaría es el de Educación.) También porque carece de un plan de nueva Universidad (ni de ninguna otra cosa). Si la reforma protagonizada por la UCD fuese capaz de articular algún proyecto alternativo de la destruida Universidad, es seguro que intentaría configurar ésta a la manera americana, como empresa al servicio de la estructura del poder económico, para la implantación en España de una racionalidad tecnológica, en estrecha relación con la industria, la seguridad social y, en general, el desarrollo de los servicios. Pero regidos los servicios públicos y la seguridad social por el principio de la irracionalidad y dependiente como es toda o casi toda la industria establecida en nuestro país de las empresas multinacionales o simplemente, extranjeras y sujeta a patentes y royalties que es menester pagar, la Universidad nada tiene que hacer ahí. Le quedaría, sin embargo, otra importante posibilidad: la de formar una mano de obra (o cerebro de obra) muy técnicamente profesional, fácilmente reconvertible, quiero decir no demasiado estrechamente especializada y dividida -en serio, no como mero plagio de rótulos franceses- en tres ciclos: un primer ciclo técnico general, un segundo ciclo tecnológico avanzado y un tercero para la dedicación a la ciencia pura y la investigación. ¿Pero inspiran confianza para esta tarea los actuales cuadros de nuestra Universidad? Temo que no. Temo que a los promotores y empresarios con mentalidad moderna ésta les parece un armatoste pesado e inservible y la mayor parte de quienes en ella enseñan, bien burócratas de la docencia, bien como aquel director del Instituto de Investigaciones de Tiempo de silencio, cuyo consejo último era: «Y lea, lea usted, estudie..., de verdad le digo que todo está en los libros.»

Sí, o burócratas o librescos, y muchos de ellos sin vocación universitaria. Se hicieron catedráticos, o para vegetar, o para hacer carrera en el bufete, en la clínica, en cargos más o menos públicos y, como culminación de su curso de vida, en la política. El poder universitario está en los estudiantes Y en los PNN. Son la «base» sobre la que puede alzarse una autoridad intelectual y, con la ampliación de la mayoría de edad desde los dieciocho años, van a constituir una fuerza política importante. ¿Cómo se canalizará? El proyecto alternativo del socialismo habrá de consistir en la implantación, frente a la Universidad burocrática y también a la Universidad tecnocrática, de una Universidad realmente democrática, autónoma y, a la vez, pública, descentralizada, autogestionaria, que debe proponerse lograr una -muy difícil- igualdad real, tanto social como educacional de oportunidades y también la homologación del estudio al trabajo, con un amplio sistema de becas-salario. No es todavía, ni con mucho, la «utopía universitaria», pero sí el objetivo posible, practicable, hacedero.

Entretanto no queda sino aguantar en una Universidad que a nadie le importa, y menos que a nadie al Ministerio y al Gobierno, Universidad en la que a mí mismo, por poner el ejemplo que tengo más cerca, reincorporado a ella «con todos los honores» -y de hecho, felizmente, con poquísimos honores-, no se me ha aceptado hasta ahora el nombramiento de un solo ayudante (para no hablar de adjuntos o agregados) porque -dicen- hay que economizar; en la que no tengo, ni puedo, ni quiero tener, salvo rarísimas excepciones, más comunicación que con mis estudiantes. Pero en la que subsisten islotes de auténtica dedicación. Y en la que quienes no servimos para nada de lo que estima la sociedad tecnológica, aceptamos plenamente, como ya he dicho otras veces, esta condición de marginados y, uniendo nuestra suerte a la de todos los excluidos, debemos luchar por su causa. En la entrega a la cátedra y en la entrega a esta causa de un humanismo, disidente del establecido, se basa nuestra moral universitaria. ¿Apoyada en qué? No, ciertamente, en la elegida impotencia de casi todos nuestros colegas. Sí -pese a nuestro visceral despego del poder- en el ejercicio, como contrapeso de los poderes establecidos, del potencial, del emergente, del esperemos que generoso y no particularista poder universitario. Recientemente el joven profesorado de la UNED (Universidad a Distancia), con la eficaz colaboración del alumnado. ha ganado una buena batalla contra el franquismo que permanece y, probablemente, contra el Ministerio mismo. Y es que quizá sean los últimos llegados quienes hayan de comenzar la necesaria democratización, la moralización de la Universidad.

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