Ante la virtual abolición de la pena de muerte
El debate en el Senado, el pasado 28 de diciembre, en torno a la proposición de ley para abolir la pena de muerte, presentada por el grupo parlamentario de progresistas y socialistas independientes, permite conjeturar, sin gran riesgo de error, que estamos en las vísperas históricas de la derogación de la pena capital en la legislación penal española. Porque, si bien la proposición no fue admitida a trámite, el estrecho margen de vótos que hizo posible, precisamente en la Cámara donde el Gobierno tiene una mayoría más holgada, la derrota de los abolicionistas es una clara prueba de que la disciplina de partido difícilmente podrá imponerse en el futuro, en una cuestión que afecta a las creencias más íntimas y que suscita fuertes emociones, a la conciencia moral de buena parte de los parlamentarios de UCD, especialmente de aquellos que provienen de la antigua oposición democrática. En el rechazo de la proposición de ley, la voluntad gubernamental de reservarse el monopolio de la iniciativa legislativa, bloqueando sistemáticamente los proyectos presentados por los grupos de la minoría, constituyó una interferencia lo suficientemente poderosa como para que un sector de los senadores que votaron contra la abolición de la pena de muerte lo hicieran motivados exclusivamente por esa cuestión formal. La impresión de que ni siquiera en UCD hay una fuerte mayoría partidaria de la pena capital lleva a la conclusión de que los abolicionistas de dentro y de fuera del bloque parlamentario gubernamental terminarán por conseguir la victoria. Ese pronóstico adquiere todavía mayor plausibilidad cuando se leen los débiles y defensivos argumentos avanzados en el Senado para mantener la pena de muerte en nuestro ordenamiento jurídico. El portavoz de UCD y el ministro de Justicia adujeron razones de oportunidad, basadas en la sensación de indefensión e inseguridad que produce en amplios sectores de la sociedad española la actividad terrorista, y razones de procedimiento, fundadas en la necesidad de acompañar la desaparición de la pena de muerte con la reforma global del Código Penal. Sin embargo, hicieron a la vez alarde de sus convicciones abolicionistas, adelantadas ya por el señor Lavilla en sus declaraciones al diario Ya pocos días antes.
Ahora bien, no cabe duda de que la sincera pugna entre unas posiciones de principio abolicionistas y unas restricciones circunstanciales y temporales a su plasmación efectiva, que es la situación que se adivina en UCD, terminarán, necesariamente, con la decisión de derogar la pena de muerte. Porque sería ingenuidad o malicia condicionar la abolición de la pena capital a la desaparición de la faz de la Tierra de voluntades asesinas y de manos criminales. Y una soberana hipocresía declararse partidarios de la derogación de la pena de muerte para explicar, a continuación, que esa actitud contempla únicamente los delitos contra la propiedad, pero no los homicidios y asesinatos; es evidente que, en el mundo occidental y en la época contemporánea, la abolición puede evitar solamente la ejecución de quienes previamente hayan quitado la vida a un semejante, no a los que hubieran estafado o robado a sus prójimos. Finalmente, el razonable argumento de que la medida no puede tomarse de manera aislada y debe ser simultánea a la reforma de todo el sistema punitivo exige del Gobierno que imprima la máxima urgencia a la revisión global y coherente del Código Penal.
La casi certidumbre de que la pena de muerte va a desaparecer muy rápidamente de nuestro ordenamiento jurídico, gracias a la propia UCD, hace necesario manejar con la mayor prudencia y espíritu equitativo, en el intervalo de tiempo que transcurra antes de la medida legal abolicionista, las situaciones procesales que pudieran dar lugar a la petición fiscal de muerte. El señor Villar Arregui hizo, en el Pleno del Senado, una inteligente alusión al peligro de que, por culpa de las vacilaciones de UCD entre sus principios morales y sus apreciaciones de la coyuntura política, se hiciera recaer sobre la persona del Rey la responsabilidad de conceder o negar la prerrogativa de gracia a un sentenciado a muerte. El señor Fernández Viagas, antiguo magistrado, señaló, por su parte, la incoherencia de exceptuar al Código de Justicia Militar de la reforma. Pero, sobre todo, sería una aberración jurídica y una monstruosidad moral que, en vísperas de la abolición de la pena de muerte, el estrecho aferramiento a la letra de la ley produjera un mal tan radicalmente irreparable como es la privación de la vida de un ser humano.
La historia está repleta de «errores judiciales»; y la denuncia de las sentencias cuyos resultados se equivocaron en la apreciación de los hechos o sus considerandos aplicaron mal las normas el una vieja tradición liberal y humanista, desde el «affaire Callas», al que Voltaire dedicó años de su vida, hasta la ejecución de los anarquistas Sacco y Vanzetti, pasando por el escándalo del capitán Dreyfus. Pero la condena a muerte y eventual ejecución de un culpable realizadas en la convicción de que la pena capital sería abolida a los pocos meses tendría el dudoso honor de ocupar las páginas centrales de esa triste y sangrienta historia de injusticias y horrores.
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