"Los corralillos" en el Senado
Lo singular de la historia española es que con harta frecuencia parece quedar encerrada en un eterno retorno: nunca una etapa parece definitivamente superada o adquirida y el historiador, a poca paciencia que tenga, logrará estudiar «in vivo» una historia de cien años atrás. Tal es la reflexión que se me ocurre cuando, al acabar de corregir las primeras pruebas de mi libro Los cementerios civiles y la heterodoxia española, llega la noticia de que la cuestión de la secularización de cementerios va a ser planteada ahora en el Senado. La mayoría de los cientos de gentes con las que a lo largo de unos cuantos años he hablado sobre esta cuestión, mientras redactaba el libro, consideraban desde luego este extraño tema sobre el que les preguntaba como un tema, digamos, académico, Algunos guardas o encargados de cementerios con quienes he hablado no sabían darme otra explicación de aquel corral apartado -el cementerio civil- más que como una supervivencia de «cuando en España había política» o como un lugar reservado a gentes forasteras sin familia conocida y que perecían en un accidente.Evidentemente, en capas sociales de mayor nivel cultural y mayor conciencia histórica, política o religiosa, el tema de los cementerios civiles ha tenido en estos mismos últimos años un signo diferente, pero, de todas formas, tras la tolerancia eclesiástica instalada después del Vaticano II, la cuestión parecía resuelta; y, aunque yo mismo he estado preocupado desde mi adolescencia por la cuestión y esa preocupación ha tenido luego en mi vida algunas sonoridades sentimentales, he podido perfectamente abordar el tema desde un punto de vista intelectual o literario en muchos artículos y en el libro que cité más arriba con la perfecta serenidad del estudioso. Lo que espanta, ahora, es pensar por un solo momento que toda esa siniestra historia de cementerios contra cementerios, cadáveres contra cadáveres y estupidez contra estupidez, horror contra horror, que he descrito, se pusiera a revivir nuevamente. Porque la historia, para ser comprendida, necesita efectivamente que se haga «res nostra» y de esa manera haga trasparecer nuestro presente, pero, a la vez, se hace historia para conjurar los viejos fantasmas, esclarecer su oscuro entramado con nuestra propia vida y enterrarlo definitivamente, si es que queremos que nuestra existencia personal y colectiva sea verdaderamente civil y civilizada.
Desde abril de 1830, en que Fernando VII reconoce mediante una real orden la existencia del primer cementerio separado no católico -el cementerio de los ingleses de Málaga-, hasta los años que siguen a la clausura del Vaticano II - 1965- en que se flexibiliza la práxis canónica, corren aires de ecumenismo y la Iglesia española no trata de utilizar al Estado como «manus longa» de sus propias decisiones, la historia de los corralillos o cementerios civiles no sólo ha sido en su pequeñez y abandono irrisorio «la imagen del poder civil en España», que diría Eugenio Noel, sino sobre todo el símbolo de una intolerancia religiosa y filosófica, social y política que ha venido dividiendo, y con frecuencia enconadamente, a los españoles en vida y que también los ha venido separando a la hora de la mueirte. Larra podría escribir con toda razón y mucha melancolía, el Día de Animas de 1836: «Aquí yace media España, murió de la otra media», pero ni siquiera la media España que moría de la otra media era enterrada en el mismo lugar, y, si el propio suicida Mariano José de Larra no fue a parar al corralillo, eso fue únicamente gracias a una serie de circunstancias ocasionalmente favorables.
La cuestión, de un enterramiento religioso o civil ha estado ciertamente en el centro no sólo del problematismo espiritual y personal de cada español -como de cualquier otro ser humano- o de una decisión canónica de la Iglesia, si no es la médula de la convivencia civil del país, es decir, del problema de la libertad religiosa que en España, de un modo singular en todo el Occidente europeo, ha sido y es un problema esencialmente político precisamente porque el ser español se ha constituido a partir de una profesión de fe religiosa y no como resultado de tensiones y decisiones puramente históricas y laicas como el ser inglés o italiano, pongamos por caso. Un Estado moderno estrictamente no confesional, laico y abierto a la total libertad religiosa ha de hacer todo para enterrar ese pasado de tensiones, pero, por eso mismo, una eventual ley secularizadora de cementerios no puede hacerse, como ocurrió, por ejemplo, en la Segunda República, con un talante de revancha histórica, sino en el espíritu civil y, perfectamente cristiano al mismo tiempo, con que soñó Gumersindo de Azcárate en su Minuta de un testamento y según los módulos perfectamente laicos -y no laicistas, ni religiosos «a rebours»- de todo el Occidente: un cementerio único para todos los ciudadanos y el respeto a los enterramientos privados a tenor de la tradición o de la voluntad de cada persona con tal de que se cumpla un reglamento general de ordenación sanitaria, por ejemplo. Y ojalá que en las Cortes españolas no vuelvan a oírse los siniestros latiguillos de orgullo y odio o pura imbecilidad de otros tiempos y que por toda la ancha piel de toro no vuelva a darse ninguna de esas historias trágicas o estúpidas y demenciales -aquí hubo un cadáver sin enterrar durante más de cuarenta días, mientras el juez decidía donde debería enterrarse- que ahora nos llenan o deben llenarnos de vergüenza.
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