Monseñor Iniesta
Hace poco leí unas admirables declaraciones de monseñor Iniesta en la revista Interviú. Hoy recibo una carta del Arzobispado de Madrid-Alcalá, firmada por Alberto Iniesta, obispo auxiliar, que me dice entre otras cosas: «Si no fuera hace mucho tiempo partidario de la abolición de la pena de, muerte, creo que me habría convertido con su bello, artículo.»Me permito utilizar este párrafo del obispo Iniesta porque yo no estoy obligado a secreto de confesión, como él, y porque, entre tantas cartas de rojos, de ultras, de progres y de ligues como me trae Pepe Blanco, el hombre, ya era hora de que me trajese la carta de un obispo. Más que halagarme la vanidad -que la tiene uno incluso demasiado halagada-, esta carta me tranquiliza la conciencia, y no ya la conciencia personal y particular, que también la tengo bastante tranquila (o al menos adormecida con el tranxillium que me receta Colodrón), sino la conciencia colectiva. A ver si me explico.
Ocurre que uno, cuando ha conseguido amordazar o drogar de sexo y white label el Pepito Grillo de la conciencia particular, que es una inercia de la moral de infancia y las películas de Pinocho, empieza a sufrir con la conciencia colectiva, y lo que me asusta en estos momentos es el pensar si, como conciencia colectiva, no seremos unos cínicos o no estaremos, gran conspiración del cinismo.
He aquí que no. He aquí que hay un obispo justo, y por un obispojusto (supongo que habrá más, pero no me escribo con ellos) puede salvarse toda la Iglesia española y nacional-católica: Alberto Iniesta es hoy ese justo por el que puede salvarse la agustiniana ciudad de Dios, y, hablando de justo ajusto, quiero contarle al señor obispo que estos días he sidojurado de un concurso de belenes, en mi urbanización, porque el catolicismo inercial del país es el río que nos lleva a los librepensadores, ateos, masones y krausistas, como creo haber explicado aquí el otro día. Pues verá usted, señor obispo: resulta que los belenes de hoy -cosa que yo ignoraba-, ya no son como los de nuestra infancia. Los belenes de nuestra infancia eran un poco como el proyecto de aquel personaje de Borges -me parece que era de Borges- que quería hacer un mapa de la Tierra a tamaño natural. Los belenes de nuestra infancia reproducían Belén y todo el partido judicial con una extensión y pormenor que, aparte la piedad, nos enseñaba geografía a los niños: una geografía arbitraria y poética, que es la verdadera, mis querido caraquenos, ahora que quieren ustedes invitarme a visitar una Caracas ensoñada que prefiero soñar.
Los belenes de hoy, señor obispo, son mínimos, exiguos, se han quedado en una alusión a sí mismos, y he visto, en mi ronda dejurado, algunos montados en un televisor vacío o en una pequeña chimenea (las chimeneas tampoco son como las de antes). Ese niño que ha.metido su pequeño belén en un televisor ha dado la batalla de la cultura legendaria y paleocristiana a la cultura cibernética y mcluhaniana, sin saberlo. Ese niño puede ser el hombre justo de mi urbanización, señor obispo. Claro que también he visto algún belén grande y repartido en vagas provincias de musgo sintético y montañas que eran bolsas del hiper, pero la tendencia general es a minimizar los belenes, a meterlos en el cuarto de los niños o, en pocas palabras, donde no estorben. Ya sé, señor obispo, que la deducción sociológica es fácil: el catolicismo español se va minimizando, se va haciendo interior, alusivo y elusivo, porque hay que tener en cuenta, además, que en una urbanización de varios cientos de familias, sólo han concursado diez belenes. (Esta conclusión más vale que no se la traslade usted al obispo titular.)
He visto el belén de un niño alemán, absolutamente heterodoxo, como un hangar para esa cosa avionica que tiene el ángel de los nacimientos. Don Manuel Azaña, que venía conmigo de jurado, no llegó a decir aquello de que España ha dejado de ser católica. Pero yo lo dije por él, con un matiz de actualización: España ha dejado de ser nacional-católica. Esa es la pequeña y gran diferencia.
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