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Monarquía o República: la polémica

Juan Luis Cebrián

Lo único verdaderamente insoportable de las monarquías son algunos monárquicos. Y quizá si don Juan de Borbón hubiera escuchado más atentamente a aquellos españoles no reverenciadores de la realeza que lealmente le sirvieron después de la guerra civil, no habría que escribir hoy en España sobre el tema de la forma de Estado. No al menos en los términos de dramatización innecesaria que el voto particular del PSOE al proyecto constitucional y las reacciones consiguientes han suscitado.Desde que el exiliado de Estoril cediera en mayo pasado sus derechos dinásticos en favor del rey don Juan Carlos, éste resume en su persona dos legitimidades de origen, la dinástica y la de la legalidad franquista. Ninguna de las dos es reconocida por los partidos democráticos tradicionales. Pero cuando las Cortes y el pueblo español aprueben la nueva Constitución en el año entrante, la Corona dejará de ser la salida posible desde el franquismo para convertirse en la representación jurídica e histórica de la convivencia democrática española con la legitimación del consenso popular.

El reinado de don Juan Carlos es con frecuencia o malentendido o conscientemente malinterpretado.

Decir a estas alturas que el Rey es ahora rey simplemente porque Franco le designó -al margen la cesión de derechos de don Juan- es una realidad objetiva y una mentira histórica también. El prestigio y virtualidad políticos de la Corona le vienen hoy a don Juan Carlos de la necesidad de llenar un vacío de poder, que se produce en todos los procesos de cambio histórico. Muchos se sorprenden todavía de que en pleno siglo XX pueda restaurarse un Trono con acierto, y sea éste y no la República solución inmediata y real a las aspiraciones sociales de democracia.

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Hay que decir que tienen razón, porque las monarquías hoy sólo existen si son el fruto de la historia, pero nunca o casi nunca logran ser el comienzo de ella. Pero hay que decir también que no la tienen, porque gran parte de las nuevas y nacientes repúblicas no son muchas veces sino formas de un reinado supuestamente electivo, que incluso trata de perdurarse hereditariamente. El peronismo argentino o el duvalierismo de Haití, la experiencia franquista o pinochetista, la revolución libia o ugandesa, son otros tantos ejemplos que ilustran hasta qué punto nuestros coetáneos sueñan sin dificultad con el bonapartismo.

Así resulta que hoy las formas de Estado se juzgan, paradójicamente, más que nada por sus contenidos y que es más homologable la monarquía británica (o la sueca) a la República Federal de Alemania que a los reyes hachemitas, y éstos más comparables a no pocos presidentes de las repúblicas de América Latina o Africa. Desde el derrumbamiento del absolutismo, los litigios de los pueblos no se plantean tanto en tomo a las formas de Estado como a las libertades y a las alternativas de poder que se ofrecen a los ciudadanos. La opción en España a la salida de la dictadura, era exclusivamente entre libertad y autoritarismo. Todos los demócratas españoles prefieren por eso una Monarquía constitucional -a una «república-banana».

Por todo ello, junto a las discutibles argumentaciones de los que esgrimen el principio monárquico en favor de la Corona, es preciso arbolar también razonamientos pragmáticos de utilidad social y nacional. En nuestro caso, hay uno muy importante, al que me he referido ya: el Rey ha llenado un vacío de poder que de otra manera habría sido ocupado por la única institución perdurable de la etapa franquista: el Ejército. El Rey ha podido así ejercer una función arbitral y decisoria, necesaria durante el período de tránsito hacia la instauración de la democracia. Allí donde la figura del monarca no ha existido -Portugal, por ejemplo- han sido con frecuencia los militares quienes han ejercido esta caución de arbitraje. En definitiva, se trata de que exista un poder básicamente aceptado por todos, o por una amplia generalidad de ciudadanos, que no intervenga en la gobernación del país pero garantice, incluso de modo personal, la estabilidad del Estado hasta el final del período constituyente.

De este modo, la función de don Juan Carlos, durante sus dos años de reinado, y muy especialmente hasta las elecciones de junio, no ha sido la tradicional de un monarca constitucional. Ha ejercido el poder de una manera efectiva, y eficiente, para conducir el país a la normalización política. Temas como el de la amnistía o la legalización de los partidos comunistas no hubieran podido ser abordados en un proceso de cambio no revolucionario, como el que hemos vivido, sin esa figura de arbitraje último y de poder tangible que el Rey ha desempeñado. El monarca ha facilitado así de hecho la única vía reformista pensable para la sustitución del franquismo por un régimen de libertades. Y esta es una realidad histórica de primera magnitud.

Sin duda ha sido don Juan Carlos, y no otra persona, el hombre que ha hecho posible la democracia en. España. Sin duda también su función será diferente a partir de la nueva Constitución. Los reyes, en la Europa moderna, son algo más que un elemento decorativo, en contra de lo que algunos se empeñan en seguir creyendo, pero son algo menos también que los jefes de Estado de una República presidencialista. El poder, en las monarquías .europeas, reside en las instituciones democráticas y de gobierno. Por eso, los poderes del Rey deben ser y serán seriamente limitados en la propia Constitución. Unica manera, como explicaba hace pocos días en estas mismas páginas el profesor Santamaría, de salvaguardar al Monarca y la institución que encarna de los avatares de la política; y de que su función de arbitraje, cuando haya de ejercerse, sea efectiva.

Se preguntará alguien entonces qué sentido tiene, una vez culminado este período, mantener una monarquía como forma de Estado en nuestro país; no obstante, lo que verdaderamente habría que preguntarse es qué sentido tiene tratar de instaurar entonces una república. Si la monarquía ha restablecido las libertades -para lo que es necesario, entre otras cosas, no reprimir ni escandalizarse fariseicamente ante los símbolos o partidos republicanos- consolida la democracia y garantiza la estabilidad y continuidad políticas hacia el futuro, tiene asegurada larga vida entre los españoles. Esto lo saben los socialistas, que mantienen no obstante su opción republicana en el debate constitucional. Las discusiones surgidas a raíz de este hecho merecen un análisis somero. Es, absurdo que la prensa descubra ahora el republicanismo del PSOE. Y sólo cabe entender el excesivo ruido armado desde algunos periódicos si se intuyen intereses desestabilizadores, como ahora se dice, o simplemente ganas de incordiar de no pocos extraparlamentarios de la política. Lo criticable de la actitud de los socialistas no es que piensen que una república sería mejor que una monarquía para este país, sino que decidan ponerse a trabajar para instaurarla de inmediato, articulando incluso una normativa de elecciones a la presidencia de la misma. Es como si, aduciendo problemas ideológicos o de principio, presentaran también votos particulares que supusieran la redacción de una constitución verdaderamente socialista. Pero echarles en cara sus convicciones y dar a entender -basados en su actitud- que el socialismo español está por un inmediato cambio de régimen, es también demasiado. Probablemente si se hiciera un análisis de utopías entre los parlamentarios de la UCD y de Alianza Popular, no saldrían muchos más monárquicos tampoco.

Ningún socialismo europeo de las monarquías reinantes se confesaría monárquico y, sin embargo, en Suecia, en el Reino Unido, en Holanda, han gobernado, en ocasiones durante decenios, conciliando su republicanismo con su servicio al Trono y al sistema que encarna. Cuenta la anécdota, que, cuando los socialistas ganaron por vez primera en, Suecia las elecciones, con un programa republicano, Gobierno y monarca llegaron al entendimiento de que lo mejor que se podía hacer por el momento era continuar con la Corona, pues al fin y a la postre -y en palabras del titular de la misma- un rey resulta siempre mucho más barato que un presidente de la República. Este grosero pragmatismo nórdico no debe ser desdeñado en su último significado. El origen divino del poder tiene tanta tradición entre los españoles y fue tan aireado por el dictador desaparecido, que quizá convendría recapacitar sobre las características de boato externo que rodearon al franquismo. Mientras los falangistas, que hoy cuentan en las Cortes acusadoramente el número de banderas republicanas exhibidas en público, cantaban que no querían reyes idiotas, un general se instalaba en palacio, prometía el imperio del que sería sin duda emperador y se rodeaba del protocolo y la júpitertonancia de adulación y besamanos más arcaica y ridícula que pueda imaginarse. Desde luego en esto podemos compararnos a los suecos: está demostrado que un rey es mucho más barato incluso que un dictador.

La Monarquía -como la República- tiene grandes manchas históricas en la tradición española y ya se encargaron, los franquistas entre otros, de resaltarlas. Pero acopia también enormes servicios. La dignidad del hombre que el mes de mayo pasado cediera sus derechos dinásticos al Rey de España supo preservar a la institución del secuestro del franquismo. Y mírese por donde se mire, el reinado de don Juan Carlos, nacido en medio de todo tipo de contradicciones, frente a una crisis económica y sin una clase política entrenada y capaz, es uno de los ejemplos más evidentes de cómo se puede empujar la modernización de un País desde una institución milenaria. Por eso, sólo los cortesanos de siempre, los validos y servidores de una imagen del Rey que no es la suya, pueden por su ambición y resentimiento, tratar de capitalizar la polémica irreal sobre la forma de Estado. Por eso también el voto particular del PSOE debe ser tomado como una torpeza o como una expresión innecesaria, pero no como un desafío. El único desafío visible es el de quienes pretenden encerrar al Monarca en el área de un solo lado de la política. Porque don Juan Carlos es rey de todos los españoles. Hasta de los españoles republicanos.

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