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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
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Los poderes del Rey

Profesor agregado de Teoría del Estado y Derecho ConstitucionalEs difícil creer que el texto del borrador constitucional no vaya a mejorar literariamente después de las sucesivas lecturas de la ponencia y de la discusión en las Cámaras. ¿Mejorará también técnicamente? Es de esperar que así suceda, pero resulta alarmante la noticia, dada por los ponentes al término de la segunda lectura, de que, en ésta, no se ha alterado sustancialmente el documento ni se han introducido modificaciones de importancia. Es alarmante porque las soluciones que en el primer borrador se dan a algunos problemas fundamentales -como el estatuto regio, la estructura y atribuciones de las Cámaras o las relaciones entre éstas y el Gobierno- pueden introducir serios factores de distorsión, desequilibrio e inestabilidad en vez de contribuir a consolidar la democracia.

Dice el artículo primero del borrador que «la forma política del Estado español es la democracia parlamentaria», pero si, como decía Hobbes,, soberano es quien decide sobre el significado de las palabras, los ponentes han actuado soberanamente dando a aquella expresión un significado que nada tiene que ver con el que se le ha venido dando en la teoría y en la práctica constitucional europea del último siglo. Para empezar, la Monarquía parlamentaria no se ha identificado nunca, en contra de lo que dice el texto, con una «forma de Estado», sino con una de las formas de gobierno del régimen parlamentario, que puede ser lo mismo monárquico que republicano. Pero, sobre todo, y esto es lo que, más importa, los poderes que se asignan al Rey en el borrador nada tienen que ver con los que le corresponderían en una Monarquía parlamentaria. En ésta su poder es neutro, de moderación y arbitraje y ello significa que el Rey está por encima y no en medio de los demás poderes y de los avatares de la lucha política. Para que el Rey reine es preciso que no gobierne, que no sea juez y, a la vez, parte. Su función difiere de la de los demás poderes y se ciñe a facilitar y garantizar el normalfuncionamiento de éstos, sea perfeccionando formalmente algunos de sus actos, sea arbitrando los conflictos que entre ellos surjan. Como representante supremo del Estado y de su continuidad, el Rey no puede descender al coso de rivalidades partidistas en que se dilucída la conquista del poder ni existe razón alguna que permita imaginar, por eso mismo, un conflicto entre el monarca y los demás poderes.

El borrador confiere, sin embargo, al monarca tres clases de atribuciones que contradicen radicalmente esa concepción ya clásica de la Monarquía parlamentaria: la de prorrogar las Cortes, presidir los Consejos de Ministros y convocar, por iniciativa propia, el referéndum nacional. Contradictorias con esa concepción porque colocan al Rey en el centro de las tensiones políticas, porque suponen una distorsión de los principios democráticos y porque, además, interfieren con el normal funcionamiento de las instituciones. En una palabra, porque quiebran la lógica política del sistema parlamentario. No se trata, por tanto, de considerar que el borrador concede al Rey demasiados poderes, sino de señalar que tres de los que le reconoce son absolutamente impropios y pueden resultar altamente disfuncionales.

La prórroga de las Cortes constituye una vieja prerrogativa de la Monarquía preparlamentaria y aun preconstitucional que ignoran ya nuestros textos constitucionales del siglo XIX. Esa prerrogativa choca contra la voluntad popular -que elige a sus representantes por un plaz fijo-, mantiene siempre en suspenso la validez del precep to constitucional que establece la duración de la legislatura, quebranta las expectativas de la oposición y deja sin efectos sus cálculos electorales, rompe de ese modo con el respeto y la protección a las minorías e interfiere con el normal funcionamiento de la vida política democrática que requiere la rendición de cuentas de los representantes a los representados en plazos previamente establecidos. El hecho de que no se señale ni por qué razones ni por cuánto tiempo puede el Rey prorrogar las Cortes, hace aún más problemático el ejercicio de esa prerrogativa.

La presidencia del Consejo de Ministros por parte del Rey es igualmente injustificable, pues no se compadece ni con las exigencias lógicas de la democracia ni con las del parlamentarismo. Lo primero, porque en la democracia parlamentaria la función de gobierno corresponde exclusivamente a los representantes de las fuerzas mayoritarias y porque su ejercicio comporta decisiones de carácter partidista e ideológico que el Rey no puede ni impulsar ni frenar sin entrar en conflicto con unas fuerzas políticas u otras. Lo segundo, porque, no siendo el Rey políticamente responsable, su participación en el Consejo acaba por hacer irresponsable también a éste. ¿Cómo se podrían pedir responsabilidades al Gabinete sin poner en tela dejuicio el comportamiento del monarca? Y, naturalmente, si el Gobierno deja de ser responsable se ha destruido el supuesto básico del régimen parlamentario.

Aún más perturbador y peligroso sería que el Rey, según establece el artículo 84 del borrador, pudiera convocar de propia iniciativa el referéndum para que el pueblo apruebe, rechace o derogue una ley o se pronuncie sobre una cuestión de especial trascendencia política, pues ello sigrlificaría que el Rey estaría en situación de oponerse en todo momento a lo que el Gobierno y las Cortes hagan o dejen de hacer. Si oponiéndose a uno u otro el Rey se viera respaldado en el referéndura el desprestigio de las instituciones democráticas sería total, pero si se viera desautorizado por el veredicto popular las consecuencias para la Monarquía y para la democracia serían igualmente imprevisibles. Si no se entiende bien por qué razón el sector mayoritario de la ponencia pretende desfigurar la Monarquía parlamentaria con los ingredientes preconstitucionales de la prórroga o pre parlamentarios de la presidencia del Consejo, menos aún se comprende por qué pretende transfigurarla con el referéndum en Monarquía plebiscitaria. Tan sólo una hipótesis me parece plausible. La de que ese sector piense en la eventualidad de un conflicto entre el Rey y los poderes públicos y en la necesidad de armar al Rey con esas atribuciones absolutamente atípicas para sostenerse en su puesto pidiendo auxilio al pueblo.

Estaríamos así ante una de esas profecías que acaban cumpliéndose por el simple hecho de haberse formuladoya que tales atribuciones constituyen, como se ha visto, fuentes casi inexorables de conflictos. La solución no pasa por ahí, y es mucho más sencilla. La solución, la única solución sensata y realista, requiere un simple pacto formal por el que los partidos de tradicion republicana se comprometan a respetar la forma monárquica, mientras que, a cambio, los demás partidos, renunciando a sus resabios autoritarios, se comprometan a respetar la Monarquía parlamentaria, esto es, la democracia coronada. Aunque sólo sea por el hecho de que si hoy es imposible la democracia sin la Monarquía, tanto hoy como mañana la Monarquía es inviable sin la democracia.

Un acuerdo de ese tipo permitirla también flexibilizar el procedimiento de revisión de la Constitución que, en el borrador, parece concebido para hacerla imposible. Y lo permitiría porque la rigidez pétrea del procedimiento sólo se explica por el mismo temor de la derecha y el centro de que pueda llegar a utilizarse algún día por la izquierda para cuestionar la forma monárquica de Gobierno.

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