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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las elecciones sindicales

A LA VISTA de las decisiones adoptadas por el Consejo de Ministros, anteayer, cabe concluir que el tiempo y los esfuerzos consagrados por UGT y CC OO, y por socialistas y comunistas, a forcejear en los pasillos de la Moncloa y del Ministerio de Trabajo para conseguir una posición de ventaja en la línea de salida de las elecciones sindicales no han sido demasiado rentables. La excesiva preocupación del PSOE y el PCE por ganarse los favores del Gobierno en la convocatoria sindical, seguramente les ha hecho relegar a un segundo plano la cuestión de las elecciones municipales; y la salomónica decisión del señor Suárez, que ha dejado igualmente insatisfechos a los sindicalistas de orientación socialista y comunista, probablemente hará reflexionar a los dirigentes de ambas centrales sobre la conveniencia de llegar a pactos entre ellos antes que confiar en secuestrar, en su favor, las medidas gubernamentales.En los cuarteles generales de UGT y CCOO tal vez se piense que el combate librado en RTVE por los señores Redondo y Camacho fue ganado a los puntos por sus respectivos dirigentes; pero son mayoría los espectadores que cerraron el aparato de televisión con la sensación de que un hipotético árbitro hubiera descalificado, por inferioridad técnica y golpes bajos, a los dos púgiles.

Una parte del acuerdo del Gabinete es francamente positivo: la renuncia en favor de las Cortes de la decisión última sobre la Acción Sindical en la empresa. Al fin y al cabo, empresarios y trabajadores son, ante todo, ciudadanos; y, como tales, delegaron su representación en los diputados y senadores que ocupan sus escaños en el Parlamento. La disociación entre el ciudadano que vota y el individuo ocupado en el aparato productivo recuerda demasiado a la ideología corporativista del fascismo como par a que pueda ser reivindicada por sindicalistas demócratas. Sólo el «nacionalsindicalismo» puede poner en duda la competencia del Parlamento para establecer el marco general en el que debe desenvolverse la representatividad laboral, tanto en el ámbito de las empresas como e n niveles más generales de la vida económica y de la actividad administrativa.

En lo que se refiere a la reglamentación provisional hasta la aprobación por las Cortes de la ley de Acción Sindical, el Gobierno ha separado de un tajo en dos, como en la propuesta salomónica, la codiciada normativa electoral. Comisiones Obreras se queda con las «listas abiertas» -sólo el bizantinismo jurídico permitiría diferenciarlas de las «listas de candidatos»- para las empresas con menos de 250 trabajadores; y UGT recibe como botín las «listas cerradas» -aunque no bloqueadas- en los centros de trabajo de mayor plantilla. El partido del Gobierno y los propios empresarios mantienen sus esperanzas de contar en el futuro con centrales sindicales propias, merced a la acción combinada de las «listas abiertas» -en lo que paradójicamente coinciden con los comunistas- y de la doble colegiación electoral, ya que presumiblemente los técnicos y administrativos no confiarán de forma mayoritariamente abrumadora en las centrales de obediencia socialista, comunista y extraparlamentaria. Comisiones Obreras y UGT ganan sólo en la medida en que pierden sus directos rivales; pero UCD saca del juicio salomónico la ventaja de conservar intactas sus expectativas sindicales. No faltarán observadores que recuerden al Gobierno aquello de que «quien mucho abarca, poco aprieta»; tal vez, los esfuerzos de UCD por abrirse paso en el terreno sindical le resten fuerzas para la tarea que un partido de la derecha democrática y civilizada debería considerar prioritaria: ganarse la confianza y el apoyo del empresariado.

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No es imposible que UGT y CCOO saquen de esta frustradora experiencia la lección de que sus celos y hostilizaciones mutuas perjudican a las dos centrales por igual, seguramente en beneficio no tanto de las empresas y del Gobierno como de los sindicatos de obediencia extraparlamentaria y retórica asamblelista. En tal caso, los sindicalistas socialistas y comunistas podrían llegar a un rápido acuerdo acerca de las fechas en que puedan celebrarse las elecciones, así como respecto a la forma de conciliar las eventuales diferencias y conflictos que surgieran de su realización. Pero todavía más importante sería que CCOO y UGT adoptaran una línea común sobre las relaciones entre los Comités de Empresa y las ramas sindicales dentro de cada centro de trabajo, de forma tal, que la acción de los primeros se articulara y coordinara con la actividad de las segundas.

Porque es indudable, que la escisión entre los Comités de Empresa, órganos representativos dentro de los centros de trabajo, pero no fuera de ellos, y las Centrales Sindicales podría colapsar todo el sistema de relaciones industriales que nuestro país necesita. La abstracta superioridad democrática de¡ sistema de comités de empresa en cada lugar productivo no puede ocultar sus inconvenientes y sus riesgos. De un lado, esos comités mueren, por así decirlo, en las paredes de cada fábrica y oficina, dado que, fuera de ellas, son las centrales sindicales las encargadas de representar, globalmente, a los trabajadores. De otro, esos órganos pueden, fácilmente, caer en la fiebre asambleísta, lo cual puede convertirse en una rémora para la eficacia o en una fuente de pretextos para la subasta al alza de la demagogia. Los partidarios de la democracia asambleísta no deberían olvidar que una democracia industrial sólo puede funcionar y persistir a través de mecanismos de representación delegada. Al igual que los accionistas de una sociedad eligen un Consejo de Administración y renuncian a ser convocados para tomar decisiones singulares, los representantes elegidos por los trabajadores pueden hablar por sus compañeros sin necesidad de movilizarlos en Asambleas permanentes a propósito de cada incidente o problema.

Por lo demás, una economía desarrollada necesita centrales sindicales fuertes y responsables, que negocien convenios colectivos, pacten acuerdos político-económicos con el Gobierno, dispongan de un patrimonio que les permita alimentar las cajas de resistencia en las huelgas, y sean capaces de participar eficientemente en tareas de gestión y control como las que aspiran a desempeñar en la Seguridad Social. En ese sentido, sería altamente negativo que CCOO y UGT no pudieran mostrar, de forma. inequívoca, sus afiliados y votantes. La institucionalización del Patrimonio Sindical y el posterior reparto con criterios equitativos de las rentas derivadas del mismo, la actuación de las centrales como agentes de la vida económica y como sujetos de derechos político-administrativos en un sistema de capitalismo desarrollado y pluralismo político, hacen necesario que los dos principales sindicatos del país no sólo se consoliden, sino que, además, delimiten claramente sus respectivos territorios de influencia e implantación.

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