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El signo de cada época

Cuando se recorre una feria de libros españoles, es decir, publicados en España, y en lengua castellana, se puede tomar bien el pulso a los editores. Más difícil es hacer lo mismo con el público de los que compran y todavía lo es más el tomárselo a los que leen. En las ferias hay libros que tuvieron un éxito efímero. Otros que reflejan errores editoriales, porque no se venden desde que aparecen, y otros de los que se hacen ediciones grandes, excesivas, pese al éxito posible. Política, sexo, y poesía, parecen ir en cabeza, dejando a un lado los libros técnicos y pedagógicos y la literatura infantil. De todos los libros, los políticos suelen ser los de venta más desigual. Algunos resultan comparables a los frutos de sartén. El buñuelo, el churro, el cohombro recién salidos de la caldera son sabrosos. Pasado un poco de tiempo no hay quién los trague. El mayor éxito que tuvo el padre del que escribe en una vida regular de editor y contando en su catálogo con nombres como los de Azorín, Baroja, D'Ors y otros autores famosos, fue el producido por un librito de cierto periodista oscuro, acerca de la actitud de Sánchez Guerra al final del reinado de Alfonso XIII. Esto no es para ilusionar, si se piensa que, a la vez, de una tirada de 2.500 elemplares a cinco pesetas, de una de las obras más bellas de Azorín en su madurez, Doña Inés, al mismo editor le quedaban en el almacén 750 a los cuatro años de su aparición. Cada libro tiene su destino y con cada libro juega el azar: el azar tal como concebía Cournot. Como una realidad, no como la máscara de nuestra ignorancia. Hoy, el hombre maduro ve con sorpresa que lo que en su lejana adolescencia andaba de venta por los quioscos de las ramblas de Barcelona y los bulevares de Madrid ha vuelto a aparecer, remozado de aspecto. Sí. Aquí están Marx y Engels, claro es: pero también Bakunin y Kropotkin. No se sabe qué misterioso nexo hay entre estos profetas austeros y barbudos y el Kama sutra, el marqués de Sade y la novela verde. Pero lo cierto es que en el momento en que la censura levanta un poco su bota (o pezuña) aparecen juntos en el baratillo. Como en 1930. Rejuvenece uno. Claro es que también aparecen otros libros de los que entonces, a lo mejor, no hablan nacido sus autores. Pero política y sexo hacen siempre gran consumo de papel. También Freud andaba por las plazuelas en 1930, como hoy, y podemos añadir que entonces y ahora se daba un hueco respetable al ocultismo, la astrología, y otros saberes misteriosos y problemáticos. A este respecto, también tengo una experiencia personal que no me gusta. Es la de que el libro que más éxito ha tenido de los míos, es uno acerca de las brujas, aunque no creo que es el mejor de los que he escrito.Del lado del comprador, aunque sea fácil llevar adelante encuestas, se sabe menos y sobre el lector la ignorancia es grande, dígase lo que se diga. Lo que se lee es un misterio. Cuánto y cómo se lee, también. Parece, sin embargo, que hay una cosa cierta, que es que en nuestra época interesa más lo que se presenta con rasgos sociales y colectivos que lo que ofrece rasgos individuales. Podría sugerirse, por tanto, que es más parecida al siglo XVIII que al XVII, tomando como modelo el que entonces nos dio Francia. Los hombres del XVIII gustaban de los caracteres, o de los retratos psicológicos.

El avaro, el tartufo, el vanidoso, el matamoros servían a los moralistas y autores teatrales para crear obras magníficas. Los del XVIII hablaron más en términos generales de la sociedad, de la humanidad, de la razón, de la revolución. En el siglo XX, la tendencia a abstraer se exagera y se caricaturiza. Porque la abstracción se usa en términos vulgarizadores y catequizantes, con pretensión, además, de científicos. Continuamente se invoca a la ciencia. Lo mismo los profesores, que los políticos, quieren sentar plaza de científicos. Los jóvenes con fe, también. Algunos viejos son más despreocupados y a otros les pasa lo que le decía que le pasaba a cierto, aristócrata francés de su época la maliciosa condesa Martel de Sanville, autora muy leída hace ochenta años y creo que hoy olvidada.¿Qué era? Que a medida que se le debilitaban las facultades mentales, se le robustecían las convicciones de todo tipo políticas y religiosas. Mantengamos una severa línea; no claudiquemos. Este ideal resulta un poco estrambótico en una época en la que el que más y el que menos ha tenido que jurar en falso una porción de veces o se ha visto forzado a comulgar con ruedas de molino. Pero el ideal ahí está.

En los libros tendremos la pauta y el modelo. Poco humor socrático o de otra clase; poca duda cartesiana, nada de escepticismo o pirronismo. Mucha verdad categórica dicha con ganas de molestar al prójimo si no comulga con uno: porque también estamos en época de comuniones y excomuniones, aunque no haya arrianos, luciferianos o monofisistas y otras gentes de las que alguna vez hemos oído hablar, estupefactos, a un venerable canónigo de Coria y del Burgo de Osma, ante un público absorto, en nuestras andanzas: ¿Es que vais a caer, dilectos y amadísimos hermanos, en los errores de los carpocracianos u os inclinaréis, tentados por el Demonio, al pelagianismo satánico...? No, seguramente, no. Ni en aquellas vetustas y ensimismadas diócesis ni en otras más movidas había peligros semejantes. Pero si la sombra de fray Gerundio y de sus maestros parece que se ha esfumado por completo en esta tierra nuestra (cosa que, personalmente, siento un poco), ahora se puede dar algo que cabría llamar «Neogerundianismo»: que es la forma de actuar de los que dejan en paz a los antiguos herejes, al «impío Voltaire» y al «desgraciado Renán» y tratan de cosas del día con un vocabulario abstruso y unos giros y tropos poco moratinianos en verdad. Sigamos excomulgando y persiguiendo al error: pero en nombre de tal «ismo» artístico, científico o literario (como era el Ateneo de los tiempos pasados). Dejemos a Lucifero de Cagliari en los infiernos y condenemos, aquí y ahora, las ideas del político tal o del escritor cual, manejando cifras, vocablos y voquibles, en una zarabanda en que el substantivo se convierte en verbo, el adjetivo hace contorsiones y los términos abstractos se suceden de modo vertiginoso. La sociedad, la humanidad, la economía, la renta, el poder, el Gobierno, el grupo de presión, la opinión, la estructura, la infraestructura y la superestructura, la izquierda, la derecha y el centro, la revolución, la contrarrevolución y la reacción... La masa, naturalmente. iPuf! Por lo menos, fray Gerundio había aprendido a hablar en un pueblecito leonés en tiempos de Carlos II el Hechizado. ¿Qué nueva mascarada es ésta? No, amigo mío, no. Esto no puede ser ni siquiera una mascarada. ¡Qué difícil sería organizar un baile de máscaras en que se usaran disfraces modernos! Porque para caracterizar al avaro, al vanidoso, al tartufo, o a la coqueta, tenemos modelos estupendísimos. ¿Pero cómo podría disfrazarse una dama de buen verde infraestructura o de renta per cápita? He aquí otro punto de contacto. En el siglo XVIII hubo quienes, asustados por el giro de la moda, pensaron que al paso que se iba se llegarían a bailar las máximas de La Rochefoucauld. No se llegó y creo que hoy tampoco bailaremos al son de un tango revolucionario. Abstracción, cientificismo, y un poco de magia. No en balde también vivimos en época de arte abstracto. Todo lo que tiene forma material, concreta, nos da miedo. Pero usando el léxico del día y cuatro tranquillos podemos remontarnos con facilidad, a la «esfera augusta de las ideas madres», como decía que se remontaban los que no andaban muy seguros de su saber y utilizaban cierta jerigonza de la época, un viejo profesor de la Universidad de Madrid, cuando yo era estudiante. Era éste don Eloy Bullón, y la jerigonza, la que se usaba allá por años de 1940 en ciertos periódicos madrileños. «II dolce stil nuovo» del momento. Ahora tenemos otro. Pero de la abstracción no salimos y a una jerigonza se le puede oponer otra, que no será tampoco la que un historiador navarro y liberal llamaba la «contrajerigonza»: un correctivo satírico.

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