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Tribuna:Autonomías regionales
Tribuna
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Una cuestión histórica

Con motivo del retorno del señor Tarradellas como presidente de la Generalitat provisional de Cataluña, Radio Televisión Española realizó una tarea inédita de sensibilización ciudadana en favor de las autonomías regionales y, de ese modo, muchos españoles iniciaron, una comprensión favorable de las mismas. Amigos madrileños me confesaron, tras esta experiencia televisiva, su indignación por haber sido privados durante tantos años de un cabal conocimiento de las reivindicaciones autonómicas de Cataluña y otros pueblos hispanos a lo largo de toda su historia, lo cual supone, implícitamente, un grave desconocimiento de la Historia de España. En el caso español se ha escrito confundiendo el sueño con la realidad, dando por hecha una unidad nacional que les permitiera a los historiógrafos redactar una historia común, pero olvidando que eso que llamamos España, no es precisamente la historia de una unidad alcanzada, sino por alcanzar.

La mitología unificadora tiene dos hitos contemporáneos: el nacionalismo zarzuelero de aquella España ensimismada en el fracaso imperialista del 98 y el nacionalismo utópico -hijo del anterior-, fruto de la guerra civil de 1936. El ensueño imperial fue en ambos casos expresión de un «complejo de inferioridad» nacional. Se exaltó justo lo que no estaba claro que existiera. Y la duda era legítima porque, en efecto, los españoles (o mejor, sus grupos dirigentes) mantuvieron un imperio y acabaron perdiéndolo sin haber construido antes un verdadero y moderno Estado nacional. Carencia de Estado

La palabra «Estado» tiene entre nosotros la acepción de algo estatuido y estable, de algo hecho de una vez y por todas, de algo seguro y que da seguridad. Pero de nuevo se confunde aquí la realidad y el deseo, pues un Estado es ante todo un proceso histórico de estabilización, típicamente moderno, es decir -en su primera fase fundacional- la fórmula política que pretende hacer compatibles los intereses de las diversas clases sociales afectadas por el desarrollo capitalista en el área de los pueblos o nacionalidades del Occidente europeo. En España, su peculiar capitalismo -causa y efecto de una formación social clasista, asimismo peculiar- no logró nunca esa plena «unidad de los hombres y de las tierras de España» tanto más obsesionadamente reiterada por algunos cuanto menos efectiva resultaba ser en la práctica.

A diferencia de otras naciones europeas, España no desarrolla ni extiende el poder social de su infirme burguesía como paso previo a la expansión imperialista. Por eso no puede profundizar el proceso de construcción de su organización política ni puede, al perder el imperio, desplazar la lucha de clases nacional a la explotación colonial. No alcanzará, por tanto, esa mínima integración de las clases trabajadoras en el capitalismo nacional, como ocurre en otros países, que es precisamente la condición esencial para la democracia política, moderna fuente de fortalecimiento del aparato estatal y de efectiva unidad de la nación.

Cuando en el siglo XIX se pierden las últimas colonias, la estructura política de España presenta una invertebración y una inevabifidad patológicas. España no existe aún como real y verdadera nación-estado debido a que su organización política se mantiene de hecho muy próxima a la primera fase posmedieval. Napoleón pudo comprobarlo y Marx escribir sobre ello. La burguesía centralizadora que siguió a Fernando VII bien poco hizo por remediarlo al unificar tan sólo la superestructura administrativa del Estado sin Crear la estructura social y económica que debía servirle de base imprescindible si no quería que el Estado fuera confundido por los españoles con la oligarquía (liberal, pero antidemócrata), con un nuevo aparato de represión de los movimientos de protesta popular o una máquina de recaudar tributos siempre desproporcionados para un país secularmente empobrecido.

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El Estado de los federales

Frente a un tópico muy extendido y contrario a lo que voy a decir, fueron los federalistas españoles del siglo pasado (herederos del juntismo y del provincialismo liberales) los que más lúcidamente vieron la necesidad de crear un Estado español a partir de la articulación democrática de los antiguos reinos o regiones de España y a través de un pacto constitucional. Los federales se basaban en la realidad de unas fuerzas populares democratizadoras de ámbito regional, unidas todas ellas en el empeño común de construir por fin su Estado, pero «de abajo arriba» y al servicio de la reforma social de una España arcaica, injusta y depauperada. Todo ello frente a la oligarquía centralista, servida por una burocracia centralizadora pero no unitiva.

La alternativa federal suponía -dentro de la tradición en verdad liberal de las Españas- una fórmula de amplia autonomía política para los diversos pueblos del Estado, los cuales delegarían cuantas competencias fueran necesarias en los órganos centrales del Estado común. No unificación «de arriba abajo», es decir dominación oligárquica y explotación económica, sino unidad libremente pactada desde la realidad popular. Los federales, para salvar a España como unidad, se oponían al nacionalismo idealista de una España falsa e irreal, cuya frustración práctica amenazaba con fomentar girones de ensoñación nacionalista en los diversos pueblos hispanos, condenados así a ser naciones-estado por su cuenta y riesgo.

La reacción oligárquica

Pese al carácter constructivo, integrador y estabilizante del federalismo, los grupos dominantes entendieron muy bien el peligro democrático que suponía un movimiento que pretendía desmontar el tinglado de la vieja farsa (el aparato de dominación imperante) y substituirlo por una distribución territorial del poder político entre la población y con fines de reforma social (en sí misma muy moderada). Las «derechas de toda la vida». calificaron el federalismo de separatismo igual que hicieron con los conflictos sociales y laborales que se producían en las zonas más industrializadas de España.

La pretensión de un Estado democrático fue tachada de acto desintegrador, no ya del pseudo-Estado personalista y burocrático existente, sino de la nación misma, de España, de la patria. Con ello se pretendía -y, por desgracia, a veces se lograba- que el Ejército se apartara de su proclamado servicio a todos los ciudadanos (o sea, al Estado auténtico) para lanzarlo, en nombre de una falsa identificación entre nación y oligarquía, contra quienes mayor conciencia patriótica, nacional y estatal tenían.

Esta interesada confusión de las oligarquías conservadoras ha llegado hasta nosotros potenciada por el gran sindicato de intereses del franquismo. Al confundir el Estado con su Administración central y al pretender que sus funcionarios estén más al servicio de los grandes intereses personales o de clan que de todos los ciudadanos, la alta burguesía española (ya sea madrileña, barcelonesa o bilbaína) ha identificado siempre federalismo y autonomismo con separatismo. Y, en cuanto toda democracia política comporta en España una importante reforma social, sobre todo, para las regiones más empobrecidas y explotadas, la reacción oligárquica ha optado siempre por negarse a la democracia y confundir interesadamente autonomismo político con «anarquía» y con «comunismo». El famoso «rojo-separatismo» de estos cuarenta años.

El regionalismo conservador

Sin embargo, algunos políticos conservadores suficientemente sensatos como para ofrecer una alternativa controlada a la democracia federante (Silvela, Maura, Calvo Sotelo, etcétera) alzaron la voz durante la Restauración en favor de una vida pública regional descentralizada de Madrid. La modernización y el desarrollo económico de España pasarían ineludiblemente por la participación en la vida estatal de las «fuerzas vivas» regionales. El sector más ambicioso e imaginativo de las burguesías de las regiones debiera hacerse cargo de la Administración descentralizada para hacer posible así, al mismo tiempo, la conservación de los intereses económicos y la estabilidad del sistema político frente al peligro democrático y su secuela de reforma (para ellos revolución) social. En consecuencia, rechazo de la fórmula federal-autonómica y propuesta de autonomías administrativas o descentralización, no tanto del poder político de gobierno como de los servicios de una Administración siempre central.

Así tenemos, históricamente dos modelos de organización del Estado que, en España, no han pasado prácticamente de eso, de modelos: 1) el democrático-federal (autonomista), que distribuye parcelas de poder político autónomo (autogobierno) entre las regiones y nacionalidades para que el Estado-comunidad llegue, operativa y democráticamente, a ser cosa de todos los ciudadanos, y de ese modo crezca y se fortalezca la unidad nacional española; y 2) el administrativo -descentralizador, que tiende a conservar la unidad de Gobierno del Estado en manos de los grupos tradicionales y que para ello cede los servicios administrativos de las regiones a los sectores socialmente dominantes en ellas para su más eficaz gestión y como mejor instrumento de su dominación tradicional.

Cuestión de democracia

El modelo democrático-federal coincidió, lógicamente, con los dos únicos intentos -fallidos- de estabilizar un Estado democrático en España: 1868 y 1931. Aún en tales casos, el proyecto republicano-federal de 1873 y el republicano-autonomista de 1931 no pasaron de ser un moderado y poco garantizado regionalismo político, sin llegar a ser plenamente federal el primero, ni autonomista el segundo. Pero bastó que en tales proyectos asumieran naturalmente su protagonismo las fuerzas progresistas y reformadoras (las que soñaban con un Estado y no con unas camarillas) para que se azuzara torcidamente el espíritu patriótico del Ejército contra la incipiente democracia.

Los dos regímenes restauradores que sucedieron respectivamente a la abolición de la democracia en 1874 y 1939 nunca llegaron, en cambio, a alumbrar sus propias alternativas inteligentes de descentralización administrativa. Las dificultades invencibles de Silvela, Maura y Calvo Sotelo, por no hablar de los «regionalistas funcionales» del franquismo (muchos de ellos hoy con el poder suarista) provocan la sospecha de que, sin democracia, no hay ni siquiera «regionalismo bien entendido» y de que con ella, la mera descentralización administrativa aparece como insuficiente por definición, ya que no hay verdadera democracia sin autogobierno, es decir, sin autonomías políticas de base territorial.

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