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Las ambigüedades de una larga transición

Profesor de Derecho Constitucional

Dentro de unos días se cumplirán los dos años de la muerte del general Franco y, en cierto sentido, de su régimen político. Nadie puede dudar ya que, al menos aparentemente, la fisonomía política del país ha cambiado radicalmente. Claro está que cabe preguntarse si en realidad podía haber sido de otra manera. El Estado franquista estaba tan arteriosclerosado como su fundador, y su muerte paralela no podía sorprender a nadie. El cambio generacional, el radical cambio social. que nuestro país conoció en los últimos tiempos, posibilitaba que se volviese a un estado de normalidad política en consonancia con el contexto occidental en el que España se encuentra ubicada. De ahí que los logros obtenidos en la etapa Suárez hacia ésa meta no deben ser considerados como mágicos o taumatúrgicos. Estábamos «condenados» a llegar a un sistema democrático: el objetivo final no lo ponían en duda sino muy pocas personas, agazapadas en el pasado o embriagadas por una futura y dudosa utopía.

Pero si la meta era más o menos deseada y conocida por la mayoría, el problema consistía en escoger el método adecuado para alcanzarla con el menor coste social posible. Tal empresa se componía de dos etapas bien diferenciadas: primero, se trataba de desmontar el andamiaje del sistema franquista, superando las posibles resistencias de manera más óptima. Después había que trazar las líneas maestras para encauzar rápidamente el régimen de transición hacia la plena normalidad democrática, con las dos únicas condiciones cara al futuro de que el nuevo régimen fuese monárquico y parlamentario. Una Constitución elaborada en el menor tiempo posible pondría las bases definitivamente de la fisonomía política de los años a venir.

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Con todos los titubeos, frenazos e insuficiencias que se quiera, el hecho es que la primera etapa se realizó con éxito. La línea de separación de una y otra fase estuvo marcada tanto por el referéndum de diciembre de 1976 como por las elecciones de junio de 1977. Nos encontramos, pues, en plena segunda etapa, que debía conducirnos en un breve plazo a la obtención de las reglas permanentes del juego político Por supuesto, todos somos conscientes de que si la primera etapa era relativamente fácil de hacer, siempre que se adoptase el método adecuado, es decir, el respeto de la propia legalidad del franquismo para acabar saliendo de ella sin convulsiones, era mucho más incierta y compleja la segunda, porque todos los problemas acumulados y no resueltos, de años atrás, surgirían al unísono en una sociedad industrial, moderna e impaciente.

Así las cosas, este periodo de transición debía de haber estado presidido por dos reglas de oro: que fuese, en primer lugar, una prefiguración de lo que después se tendría que adoptar, a fin de ir creando ya usos y mentalidades para su perfecto funcionamiento, y, en segundo lugar, que el sistema adoptado permitiese el recambio del equipo gobernante, en el caso de que no se optase por la solución de un Gobierno de concentración nacional que, con todas las dificultades que se quiera, hubiera sido el instrumento más válido para responsabilizar a todas las fuerzas políticas -y a sus respectivas bases- en la construcción del marco institucional futuro y en la adopción de las primeras medidas susceptibles de sacarnos de la asfixiante crisis económica que padecíamos. En definitiva, la cuestión no era ni más ni menos que la de crear en seguida un régimen claramente parlamentario, sobre la base de un Gobierno formado a partir del resultado de las elecciones y responsable ante un Parlamento que debería hacer sido, en principio, el fundamental centro de poder, merced a su indiscutible carácter constituyente.

Esto era la teoría; la realidad, por el contrario, ha sido muy otra. En efecto, la situación actual nos permite deducir que estamos bien lejos de haber sentado las premisas de un régimen pre-parlamentario. Lo cual es harto grave si, como parece, la transición corre el riesgo de durar todavía mucho tiempo y los problemas económicos, -sociales y jurídicos no dejan de agravarse. La intención que parece deducirse del Gobierno Suárez, con la actual configuración o con otra semejante, es la de mantenerse como sea en el Poder, en tanto no se celebren nuevas elecciones. Criterio que también parece compartir la mayor parte de la Oposición, a la vista de su pasividad y de su estrategia para no aparecer como una inmediata y lógica alternativa de gobierno.

El hecho es que, en lugar de irse configurando, hasta el momento de la entrada en vigor de la próxima Constitución, un régimen claramente parlamentario, se está creando el caldo de cultivo apropiado para que durante este periodo, la ambigüedad de las instituciones imposibilite hacer frente tanto a los problemas existentes como a la futura consolidación de un sistema parlamentario y democrático. ¿En qué situación nos hallamos en la actualidad? En primer lugar, hay que señalar que el Gobierno sigue derivando, al menos en lo que se refiere a su presidente, de la confianza del Rey, que es quien lo ha nombrado, sin haberse puesto en claro que su existencia se basa en la confianza permanente de las Cortes. No estamos ni siquiera en un régimen de tipo «orleanista» que exigiría la doble confianza del jefe del Estado y del Parlamento, necesarias ambas para gobernar. Se puede presumir, entonces, que mientras dure el actual entramado legal existe la posibilidad de que el Rey cree nuevos marquesados para premiar los servicios prestados, faceta que casa mal con los postulados de un régimen auténticamente parlamentario.

En segundo lugar, la ambigüedad mencionada sigue ampliándose igualmente a la vista de la ley sobre las relaciones Gobierno-Cortes que ha sido aprobada, ante la desidia y el despiste de la Oposición, en estos días. Al reconocer la ley para la Reforma Política, de forma evidente, la separación de poderes, tras los cuarenta años de la eufemísticamente llamada «unidad de poder y coordinación de funciones», era lógico que se regulasen provisionalmente las relaciones entre los dos poderes, pero desde una óptica claramente parlamentaria. Por el contrario, ante el enunciado de la ley citada podemos afirmar que se trata más bien de una absoluta ficción de control del Parlamento sobre el Gobier no. Lo cual es serio porque esta ley «estará vigente hasta el momento de la entrada en vigor de la Constitución». Momento que, como ya he dicho, no parece cercano. Baste señalar que todavía quedan por sortear una serie de trámites y escaramuzas que hacen presumir que al ritmo actual Se tardará bastante en llegar a puerto. Pero, además, este extenso periodo podríase alargar aún más, ya que el Gobierno puede, en lugar de convocar rapidamente nuevas elecciones para que se configure el nuevo Parlamento de acuerdo con la Constitución, mantener ésta en suspenso en tanto no se aprueben por la actual legislatura las leyes complementarias que desarrollen las instituciones de la norma fundamental.

Durante todo este tiempo estaría vigente, por tanto, la ley de Relaciones Gobierno- Cortes, que no es más que un remedo de control parlamentario y que, desde luego, impide hablar de un régimen de este tipo. La ley, copia del artículo 49 de la actual Constitución francesa, adolece de varios defectos graves que hacen imposible la existencia de un mecanismo verdaderamente parlamentario. Por un lado, el modelo elegido para su copia no es el apropiado, ya que el actual sistema francés no es un auténtico régimen parlamentario, a causa de la preeminencia que posee el presidente de la República, el cual no se halla sujeto a ningún control, por lo que habría que calificarlo, más bien, de régimen mixto o semipresidencial. Por otro, ni siquiera se es consecuente con ese modelo, pues si se copia el artículo 49, se ignora el cincuenta, que exige la dimisión del Gobierno en el caso de que triunfe una moción de censura o de no confianza. ¿Para qué sirve entonces el voto de censura si el Gobierno no está obligado a dimitir? Por último, al hacer entrar en juego la necesidad de que la moción de censura triunfe en las dos Cámaras, se pone en pie un complejo y desusado mecanismo de control que lleva a la esterilidad. Tal medida, insólita en el parlamentarismo comparado, hay que explicarla probablemente por la convicción que posee el Gobierno de que, llegado el caso de una moción de censura, podría contar a su favor con una de las dos Cámaras y, más probablemente, con el Senado, lo que haría imposible la moción de censura. Por consiguiente, si es imposible o muy difícil que prospere una moción de censura y si además tampoco existe la obligación de dimitir en ese difícil supuesto ¿a qué viene crear una ficción más en la transición?

Pero no sólo es eso. La viábilidad de la implantación de un régimen parlamentario en este periodo transitorio ha sufrido también un rudo golpe con la adppción del famoso pacto de la Moncloa. Antes que nada, porque tal acuerdo se ha hecho al margen del Parlamento, con la consiguiente pérdida de prestigio que esta institución democrática puede sufrir en su funcionamiento futuro. Y, además, porque resulta ya difícilmente pensable que pueda funcionar un auténtico sistema de control en el Parlamento desde el momento en que los diversos partidos con representación en él se han comprometido a una política que, aunque sea sólo el Gobierno de la UCD quien la aplique y ejecute, ellos han avalado también con su firma.

En definitiva, la cuestión es que el presidente Suárez ni se inclinó por el Gobierno de concentración y la vía rápida constituyente, ni tampoco está favoreciendo la creación de un sistema parlamentario que permitiese, mediante los adecuados instrumentos de control, la alternancia de otra mayoría en el Gobierno. En lugar de una u otra solución se ha optado por una vía hibrida que a la larga puede ser peligrosa. En efecto, si todo se cumple de acuerdo con lo previsto en La Moncloa, el Gobierno saldrá fortalecido y la historia hablará de él como el salvador de la patria. Pero si no ocurre así, será responsable, con la complicidad de la Oposición, es cierto, de haber dejado al país en una vía muerta, en la que todo puede ocurrir.

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