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El Sínodo de Roma y la Iglesia interesante

Este quinto Sínodo romano, que acaba de clausurarse, lo ha hecho lo mismo que había comenzado: en medio de una cierta indiferencia incluso en ambientes católicos. No es solamente que los medios de comunicación hayan relegado a su espacio de «noticias varias» las escasas referencias al Sínodo, sino que en ámbitos católicos mismos, a pesar de la entidad del tema que en el Sínodo se ventilaba -el de la catequesis o transmisión de la fe en un mundo como el nuestro-, nadie ha parecido mostrar demasiadas esperanzas. Un periódico francés conservador y que en principio podría considerarse el portavoz también de un estilo tradicional de ser católico tituló el anuncio de la apertura de este Sínodo con la expresión «El Sínodo de la última oportunidad», pero ni siquiera ha tenido el Sínodo este aura de dramatismo, ni siquiera sus miembros han parecido demasiado sensibles a los comentarios ciertamente dramáticos de algunos especialistas que han recordado oportunamente que los cristianos se enfrentan a ese problema de la catequesis en un mundo cada día más secularizado e indiferente en el que la Iglesia y la misma fe han dejado de ser interesantes.A la hora de su clausura, los miembros del Sínodo han decidido dirigirse a todos los que componen la Iglesia en un documento del que ha desaparecido ciertamente el tono exhortativo de los documentos de otros Sínodos anteriores y en el que se ha dejado de lado la tradicional pirámide eclesiástica, haciendo, por el contrario, responsable de esa transmisión de lá fe al conjunto entero de los cristianos. En su introducción, el documento describe, con acierto sin duda, la situación de cansancio de los hombres de hoy ante las radicales carencias de las ideologías que tratan de conquistarlo y ante el vacío de esta civilización tecnológica que los ha convertido en sus juguetes. La catequesis es definida allí como la Palabra de Dios que debe ser asimilada y encarnada en la praxis, como «memoria» de la fe inserta en una tradición y transmitida en unas cuantas fórmulas, desde luego, pero también como testimonio ético y de una ética que en este tiempo debe hacer un especial énfasis en las dimensiones de la justicia y en los problemas de la ciudad de este mundo. Y en el documento, en fin, se desautorizan tanto las posiciones enteramente vueltas al pasado como las que suponen aventuras peligrosas a los ojos del Sínodo, lo que a la hora de la práctica quiere decir que no se puede seguir contemplando la fe como una especie de diccionario de dogmas o una síntesis doctrinal y formularia de lo que hay que creer, pero tampoco diluir lo específico de esa fe en datos arí tropo lógicos, puro compromiso político o aventura existencial, en mera vaporosidad poética o sentimental.

Sin embargo, el reto del mundo moderno está ahí: la indiferencia y la desafección hacia lo religioso es un hecho, pero desgraciadamente no parece haber producido demasiada mella en el Sínodo. que ha continuado dirigiéndose a los fieles revelando así una demasiada atadura al pasado. Estamos demasiado replegados en los medios tradicionales, y el problema está en llegar a las gentes allí donde están, dijo el padre Arrupe. Y es a los mismos lugares de la escuela laica, del trabajo profesional y del ocio donde la Iglesia debe ir. Pero ya es sintomático del trayecto que todavía tiene que recorrer la Iglesia, para hacerse interesante en esos lugares y para el hombre moderno en general, el que el padre Arrupe mismo hablara en latín mientras citaba, por ejemplo, a los Beatles.

El cardenal arzobispo de Calcuta, monseñor Trevor Picachy, contó, por otra parte, a los periodistas que asistían al Sínodo una anécdota cuyo valor es realmente categorial y que también debeiía haber abierto los Ojos a ese Sínodo sobre la realidad de las cosas: un seminarista abandonó sus estudios y se convirtió al hinduismo, pero sólo entonces en el seno de esta espiritualidad y de su nueva comunidad religiosa descubrió los grandes místicos cristianos y volvió a tornarse, para él, interesante la fe cristiana y la Iglesia que había amamantado a esos místicos. A sus ojos, si hubiera continuado en esa Iglesia, quizá nunca hubiera sentido su atractivo. ¿Hasta qué punto, pues, una cierta manera de ser Iglesia y de presentar el mensaje cristiano no está en la base de las hemorragias cristianas de hoy y del desinterés total del hombre de nuestro mundo por la fe cristiana como opción vital? Quizá es este el fondo de la cuestión catequética que se ha tratado en Roma.

El profesor Aranguren ha visto muy bien, en un ya lejano artículo de la revista alemana Dokumente, ,que el problema central de la Iglesia tras la secularización consecuente a la muerte de las cristiandades y, por tanto. a su pérdida de sugestión, era el de suscitar interés, seguir resultando interesante. Desgraciadamente, lo que sucedió entonces es que una especie de «positivismo cristiano» entendió esto de manera perversa, y en vez de poner el énfasis en ser interesante como opción vital, lo puso en resultar interesante desde el punto de vista de los intereses, y la Iglesia tuvo así intereses comunes con una burguesía y un poder político y económico Contra la avalancha del mundo moderno y su ideología democrática y social, contra el desastre de 1789. La Iglesia resultó, efectivamente, interesante como freno, exactamente como hoy puede resultar interesante para el señor Berlinguer o el señor Carrillo por otras razones no menos obvias; pero, evidentemente, es muy de otra manera como debe ofrecer interés a los hombres. Y si en medio del desencanto de este hombre mo,derno ante la oquedad radical de las ideologías modernas y la bruticie aplastadora de la civilización tecnocrática la Iglesia no es capaz de hacer interesante la fe cristiana, entonces no diríamos que ha perdido el último tren o la última oportunidad, será másjusto aún decir que vuelve a encubrir el fermento evangélico o que, al administrarlo, lo ahoga, que se ha convertido realmente en la sala de los pasos perdidos o en una es ecie de multinacional burocrática de la fe ordenada en fichas y artículos, todo lo verdaderos y auténticos que se quiera, pero sin poder de sugestión. Y, sin embargo, la fe cristiana viene a afirmar al hombre nada más y nada menos que su vida tiene sentido y que la historia no acabará en la catástrofe total. ¿Cómo es posible que algo tan excitante y subversivo -la esperanza lo es siempre, la peor Furia nacida de la Caja de Pandora- no se haya transparentado en el lenguaje y los gestos del Sínodo hasta el punto de que éste no ha suscitado interés alguno?

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