Los partidos y las opiniones
Parece evidente que el sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado; pero no está claro si los partidos se han hecho para el país, o el país para los partidos. A mí me parece obvio lo primero; pero cada vez tengo más la impresión de que entre los políticos y los comentaristas predomina la segunda tesis.Se pensará que se trata del egoísmo que los partidos sienten, naturalmente, o de la comprensible inclinación a considerarse muy importantes. Es posible, pero creo que hay una causa más, políticamente más inquietante. Y es la escasa flexibilidad de las ideas políticas en nuestro tiempo, su propensión a enquistarse en supuestos que no se ajustan a la realidad.
La costumbre de sentarse en las asambleas parlamentarias con cierta ordenación ideológica respecto a la posición central de la presidencia ha introducido una nomenclatura política que si se toma en serio resulta funesta. Imagínese la cara de los hombres anteriores a la Revolución Francesa -durante mil o 2.000 años- si les hubiesen preguntado si eran de «derecha» o de «izquierda». Esa burda, elemental distribución espacial, procedente de algo tan externo como sentarse en un local, pretende reflejar la realidad política, del mismo modo que con tres números en centímetros se quiere dar idea de lo que es la belleza de una mujer.
La inercia de esta denominación ha llevado a tomar en serio lo que no pasa de ser una tosca metáfora espacial. Se parte de una polarización, y, a lo sumo se concede que pueda haber matices (es decir, grados de derechismo o izquierdismo), se establece una especie de «escala» cuantitativa, una «serie» de posiciones políticas que formarían un espectro.
Como si no hubiera enérgicas diferencias de contenido, cualitativas, en varias direcciones, como corresponde a todo lo humano.
Se concede también que haya un punto equidistante de la derecha y la izquierda, que sería el «centro». Pero éste se definiría de manera negativa, por no ser ni derecha ni izquierda; y si no hay -como se supone- más que derecha e izquierda, entonces el centro no es nada, lo neutral e indefinido, simplemente el punto en que la derecha y la izquierda se equilibran y anulan. Es decir, según esta concepción, se puede ser muy derechista o algo menos o mucho menos; y del otro lado igualmente; cuando se es poquísimo derechista y poquísimo izquierdista, esto es, en el límite, se estaría en el centro.
Pero hay que añadir todavía otra cosa: estas palabras han sufrido un cambio semántico en los últimos años, de manera que la palabra «izquierda», que antes se aplicaba a todas las actitudes deseosas de cambio, reforma y solidaridad, con especial insistencia en la libertad, ahora se aplica solamente al marxismo y las posiciones muy próximas o dependientes de él. No se llama «izquierda» al Partido Liberal inglés, ni a la socialdemocracia alemana, ni al Partido Demócrata americano, ni se llamaría así a ningún partido republicano español anterior a la guerra civil, ni siquiera al de Azaña., que se llamaba Izquierda Republicana.
Y a todo el que no es «izquierda» se le llama «derecha», quiera o no, lo sea o no. ¿Corrupción del lenguaje? Sin duda, pero a la vez corrupción de la política, confusión general.
Creo que relativamente pocos españoles son hoy de «derecha», y no muchos más, de «izquierda» (como los primeros tienen «mala prensa» y se supone generalmente que deben desaparecer, las apariencias acentúan el «izquierdismo» más de lo que efectivamente es.) ¿Será 14 mayoría del «centro»? En el sentido negativo de no ser ni de derecha ni de izquierda, quizá. Pero, lo interesante es que esas calificaciones son impropias, inadecuadas a la realidad, impuestas con mayor o menor violencia por los esquemas partidistas.
Los electores se han visto obligados a elegir entre los partidos disponibles. Ni siquiera han podido matizar sus preferencias votando nombre, ya que el sistema electoral lo impedía, y tenían que optar entre listas cerradas. Dije antes de las elecciones que los partidos tenían poca fuerza, que sólo eran receptores de la de los ciudadanos, y que lo que decidiría en junio, más que la organización sería el poder de convocatoria de las diversas opciones. Así ha sido, y esto explica él fracaso (o casi fracaso) de organizaciones excelentes.
Los españoles han favorecido mayoritariamente, en grados bastante distintos, pero muy superiores a todo lo demás, dos propuestas: la del «centro» y la «socialista». Y pongo estas palabras entre comillas, en lugar de los nombres (o las siglas) de los partidos correspondientes, porque quiero señalar la equivocidad que, a mi juicio, encierran.
Hace poco tiempo, un socialista escribió en EL PAIS un interesante y lúcido ariliculo, en que explicaba que las notas características del PSOE, definidas y aprobadas en su último congreso, eran: marxismo, republicanismo, lucha de clases, revolución. Y advertía que ninguna dé esas palabras había aparecido en la propaganda electoral, que ni una de ellas había sido pronunciada por la autoridad máxima del partido en sus discursos en la televisión. Concluía el mismo comentador que muchos electores habían votado según la propaganda -es decir, una propuesta vagamente .«socialista» o «socialdemócrata»-, y que esto era un hecho indiscutible; pero que había un núcleo que se atenía a las decisiones del congreso y entendía por socialismo algo bien distinto: las notas que acabo de recordar.
Hace muy pocos días, en un artículo del director de EL PAIS, se decía de pasada: «El PSOE, que acudió a las urnas con una imagen de marca republicana y marxista...» Pero dos días antes había leído en varios periódicos la referencia de un discurso del secretario del PSOE en Bogotá, que incluía estas palabras: «Nuestro socialismo ha sido del pueblo. Algunos lo tratan de ubicar cerca del marxismo, y si se trata de dogmatismo hay que decir que no es así. Sin embargo, el partido está ubicado cerca de las ideas que le han aportado algo, así sean liberales, demócratas cristianos u otros.»
El lector u oyente de todo esto no sabe a qué atenerse, a qué carta quedarse. Esto se llama ambigüedad. La palabra «social» tiene un difuso prestigio desde hace algo más de un siglo, desde que Auguste Comte puso en el centro de su pensamiento el estudio de los «fenómenos sociales», habló primero de una «física social» y luego fundó la «sociología», la ciencia que tan fabulosa expansión había de alcanzar desde entonces. El hombre es «social», y una parte esencial de su realidad está definida por ello; la sociedad es un gran tema sin el cual nada puede entenderse. Hay «problemas sociales» -la famosa «cuestión social» del siglo pasado-. Ha habido una serie de «socialismos», en Inglaterra, en Francia, en Alemania, en todas partes, que ponían en primer plano esta dimensión humana. Uno de estos socialismos es el marxismo, dividido en muy diversas y conflictivas tendencias. Se usa socialismo muchas veces como sinónimo de «comunismo» (los países comunistas suelen llamarse repúblicas socialistas, empezando por la URSS); pero hay muchos socialistas fieramente anticomunistas.
Si se analizara el vbto del 15 de junio, se encontrarían muchas cosas interesantes. ¿Qué es lo que han votado los que han votado las candidaturas «socialistas», y sobre todo la más importante, es decir, la del PSOE? ¿Qué es lo que querían, entre tantas y tan distintas posibilidades? y ¿qué quieren ahora? ¿Siguen queriendo lo que querían entonces, es decir, muchas cosas diferentes? ¿Se han unificado y han elegido ahora entre esas opciones? No lo sé, y no creo que nadie lo sepa. Pero mientras no se conteste a estas preguntas, la ambigüedad persiste, y el futuro, es incierto, y puede temerse que los partidos estén dispuestos a administrar la opinión, no a reflejarla y expresarla.
En cuanto al centro, las colas son todavía más complicadas. El nombre de la UCD (Unión de Centro Democrático) procede de uno de los pequeños partidos integrantes, que no acabó de cuajar y estuvo afectado por crisis internas desde el comienzo. Es, pues, un nombre un poco azaroso. No tengo nada en su contra, si se lo entiende bien, pero no puede interpretarse -ya lo advertí- como algo «intermedio entre la derecha y la izquierda». En otras palabras, si «centro» se entiende en función de la derecha y la izquierda, es un error; si se quiere decir el «torso» del país, lo que no está polarizado, lo que no se deja encajar en esa artificial y, externa nomenclatura, tan arcaica, es una denominación aceptable, aunque no demasiado feliz.
Pero, aparte del nombre, ¿qué es el Centro? ¿Cuál ha sido su poder de convocatoria? A mi juicio, la superación de los dos términos tan usados desde el cambio de régimen, «reforma» y «ruptura», la eliminación de ambos y la absorción de lo que los dos tenían de justificado; es decir, la transformación radical del sistema existente, sin discontinuidad ni pérdida de la estabilidad. Cuando, se quiere atribuir el éxito del Centro a la persona de su jefe, parece olvidarse que antes de ser presidente eran muy pocos los que lo conocían, y nadie tenía gran entusiasmo por él, y su elevación al poder fue acogida con una mezcla de incredulidad y decepción. Quiero decir que si su personalidad cuenta -y creo que es así-, es precisamente por sus actos y palabras, por el crédito que ha conseguido precisamente esa convocatoria.
La propuesta que consiguió la máxima votación el 15 de junio podría resumirse así: cordura e innovación. Eso es lo que parece haber querido la más amplia fracción de los españoles. Era una propuesta profundamente ambiciosa: transformar de raíz España sin arrancar las raíces, sin corte ni ruptura, poniendo en marcha la sociedad para que sea ella la que se organice de acuerdo con sus íntimos deseos.
Es esencial que estos rasgos se realicen de verdad y en continuidad, no para conseguir una ventaja electoral momentánea. La opción política capaz de movilizar creadoramente a España tiene que ser innovadora, sin arcaísmos, sin manías. Si quiere llamarse «centro», tiene que ser con una condición: entenderse como proa, que está, ciertamente, en el centro del barco y no a uno de los lados, pero cuyo carácter decisivo es estar delante.
Si la ambición cede a las pequeñas ambiciones, si a la innovación que avanza suceden las maniobras, si no se suscita la cooperación entusiasta del país -y de los mejores hombres del país, en pleno rendimiento-, se perderá la opción con que la sociedad española -y no los partidos políticos- ha avanzado un enorme trecho en menos de dos años.
Los partidos políticos, modestamente, deben preguntarse cuáles son las opiniones de un país que, hasta ahora, va por delante de ellos; y en lugar de tratar de imponer a España fórmulas prefabricadas y no muy originales, deben escucharla, tratar de adivinarla y expresarla. Entonces, y sólo entonces, tendrán la capacidad y el derecho de dirigirla.
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