El primer debate político
LA CELEBRACIÓN del primer Pleno del Congreso para discutir mociones de contenido inequívocamente político (las sesiones de julio tuvieron un carácter procesal) ha revestido una importancia mayor de lo que, en un primer momento, cabía sospechar.En primer lugar, ha sentado un uso parlamentario de tanta trascendencia como la aceptación por el Gobierno de la fiscalización por las Cortes de su gestión y de su deber de dar explicaciones de las actuaciones del Ejecutivo incluso en temas tan delicados como el orden público. También se debe dar por sentado que el Gobierno del señor Suárez acepta, desde el día de anteayer, el carácter vinculante de las mociones de censura que afecten a alguno de sus componentes o al Gabinete entero.
Al reglamento en curso de elaboración corresponderá determinar las modalidades de procedimiento. Pero desde el 14 de septiembre el Gobierno del señor Suárez se ha comprometido ante el país a reconocer la supremacía del Parlamento, el papel predominante en su seno del Congreso y la necesidad de contar con su confianza para ejercer sus funciones. Suponer otra cosa sería considerarlo como un jugador de ventaja que sólo acepta los resultados de una partida si le son favorables. Se trata de una conclusión moral, además de lógica: si el Gabinete del señor Suárez se siente fortalecido por no haber sido derrotado ayer en las Cortes (incluso aunque su propia moción sólo consiguiera salir triunfadora gracias a las abstenciones de aliancistas, autonomistas vascos y catalanes y socialistas de Tierno), sería ofender su credibilidad democrática el poner en duda que el señor Martín Villa y el gobernador civil de Santander hubieran sido inmediatamente cesados de haber obtenido mayoría la moción socialista.
El Pleno de anteayer también ha demostrado, frente a las dudas o displicencias acerca del sistema parlamentario, las importantes funciones de pedagogía política, de educación de la conciencia cívica y de planteamiento de los problemas de la convivencia nacional que puede tener un debate parlamentario. En esta perspectiva, digamos que los socialistas eludieron los evidentes riesgos de convertir su moción en la defensa de un miembro de su partido para plantear una cuestión política de gran significación para la consolidación de la democracia en España. Quienes desde distintas perspectivas olíticas y con diferentes argumentos pretendieron considerar no prioritaria o restar importancia a la necesidad de que la política de orden público sea dirigida bajo control parlamentario y por un ministro fuera de toda sospecha, o bien mostraron sus proclividades autoritarias (como el portavoz de Alianza Popular), o bien prestaron un flaco favor a su propia imagen (como los líderes de los partidos Comunista y Socialista Popular, obsesionados por la hegemonía del PSOE), o bien mostraron que el gusto por el ejercicio del poder y la solidaridad del grupo prevalecen sobre cualquier otra consideración (como en los sectores de tradición democrática de la UCD).
El primer argumento utilizado por el señor Pérez Llorca, en nombre del partido del Gobierno, fue poco congruente. Si los socialistas plantearon en su moción el problema del orden público no fue un capricho sino porque un diputado había sido agredido. Pero más peligrosa fue la segunda línea defensiva del protavoz de UCD: afirmar que para la salud pública del país y para la consolidación de la democracia la preocupación por el orden público es inferior en rango a los temas «más candentes» del paro, los precios, la enseñanza, etcétera, -revela una preocupante filosofía política.
La propuesta comunista de un Gobierno de concentración nacional como alternativa a la concreta moción socialista muestra que la obsesión monotemática del PCE confiere a su estrategia una rigidez más digna del método Ollendorf que del juego político. Los rumores de que la abstención de catalanes y vascos respondía al compromisode la UCD para promulgar la amnistía total remiten, al menos, a una contraprestación concreta y relacionada con el orden público.
Los planteamientos en torno al tema del orden público han contribuido a clarificar una cuestión con la que la derecha autoritaria ha especulado con excesiva frecuencia. La democracia necesita fuerzas de orden público bien dotadas, disciplinadas y eficaces. Pero también precisa que las líneas jerárquicas que constituyen la pared maestra de esa institución tengan en su vértice una política clara y unívocamente democrática.
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