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Joven tunecino, guillotinado en Francia

La ejecución, ayer al amanecer, del ciudadano de nacionalidad tunecina Hamida DJandubi, de 28 años, en la prisión de las Beaumettes (Marsella), por asesinato de una joven, violación de una adolescente y torturas infligidas a otras tres niñas, ha replanteado de nuevo el problema de la pena capital. Esta tercera ejecución, durante el mandato del presidente Valery Giscard d'Estaing, se h a producido seis semanas después de la elaboración, por el ministro de Justicia, Alain Peyrefitte, del informe, Respuestas a la violencia, en el que solicitaba la supresión de la pena de muerte.Hamida Djandubi fue condenado el pasado mes de febrero. Durante la instrucción del proceso había reconocido su culpabilidad. Según el texto del acta de acusación, el asesinato de la joven de veintiún años, en los alrededores de Marsella, fue precedido de torturas y vejaciones durante tres horas, que presenciaron dos niñas que vivían con él.

Los expertos siquiatras- que intervinieron en el proceso declararon que «este hombre representa un colosal peligro social». Sus abogados defensores alegaron que, en 1971, como consecuencia de un accidente de trabajo, le fue amputada una pierna a sangre fría, lo que explicaba el carácter agresivo, inestable e impulsivo de «un joven que era dulce, honesto y trabajador». El mismo Djandubi, durante el proceso, intentó defenderse, afirmando que, en el momento de los hechos, «la pierna me dolía y tenía que drogarme; además, bebía mucho y, aquel día, estaba borracho».

Las acusaciones que le han valido la pena de muerte al tunecino y la negación de la gracia por parte del presidente de la República, sirven para demostrar a quienes aplauden en este país su ejecución, de la necesidad de la pena capital. Los mismos hechos crueles constituyen el argumento para los detractores de la pena de muerte: «¿Cómo es posible pensar que la supresión de un hombre trastornado, pueda servir de ejemplo a otros trastornados?». En su informe, Respuestas a la violencia, el señor Pevrefitte indicó que «un país evolucionado no puede admitir indefinidamente la pena de muerte».

Se hacía observar ayer en este país que el presidente, señor Giscard d'Estaing, había negado la gracia en otras dos ocasiones, también a condenados que asesinaron a chicas jóvenes. Por el contrario, desde que fue elegido presidente, en 1974, concedió la última gracia a cuatro condenados que asesinaron a dos ancianas y a dos turistas británicos. Un comentarista se aventuró a preguntar: «¿no se trataría de un sadismo más refinado?»

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