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Suárez-Tarradellas: una negociación abusiva

La indiscutible capacidad de maniobra del presidente Suárez tiene el grave inconveniente de que, eufórico por los éxitos obtenidos en algunas importantes materias, el jefe del Gobierno parece esperar que su habilidad negociadora le permitirá apuntarse nuevos triunfos en campos que, por escapar a la esfera de sus atribuciones (mucho más reducida hoy que antes del 15 de junio), debiera abstenerse de invadir por razones, a la vez, de discreción y de prudencia.Una vez elegidas las Cortes, el ABC de la democracia requiere que sean los representantes del pueblo, y no el Gobierno (y menos todavía un Gobierno monocolor emanación de un partido importante, sí, pero que no tiene mayoría absoluta ni de senadores ni de diputados), quienes tracen las líneas maestras a las que ha de ajustarse la nueva Constitución. Y si hay materia que debe estar regulada en la Constitución y que, por consiguiente, es atribución irrenunciable de las Cortes, y no del Gobierno (y menos aún de un Gobierno que no representa la mayoría absoluta de las Cortes), esa materia es, sin duda alguna, la amplitud de la esfera de competencia que podrán tener en el interior del Estado los países o regiones autónomos, así como la forma en que cada uno de éstos deberá actuar para constituirse como tal.

La generalidad provisional

Pues bien: a tenor del texto del comunicado que el 17 de agosto se ha dado a conocer en la localidad francesa de Saint-Martin-le-Beau después de la reunión celebrada por Tarradellas con la comisión negociadora de la asamblea de parlamentarios catalanes, ha sido examinado en esta reunión un documento que era fruto de las negociaciones que acababan de tener lugar en París entre el propio Tarradellas y el diputado Sánchez Terán, enviado personal del presidente Suárez, del grupo de cuyos asesores forma parte. Y en ese documento, además de preverse la tramitación a seguir para el restablecimiento de la Generalidad de Cataluña, se anuncia que será atribución de esta última «la elaboración del proyecto de estatuto de autonomía».

Dado que el restablecimiento de la Generalidad tiene carácter meramente provisional, sería excesivo decir que con él se prejuzga o se condiciona las decisiones que, en su día, puedan tomar las Cortes. Pero son varias las preguntas que, a este propósito, brotan en la mente de cualquier observador atento; así: ¿para qué sirve el Ministerio de Relaciones con las Regiones, de reciente creación, si se lo deja al margen de la única relación importante que, no con una región, pero sí acerca de una región ha entablado hasta ahora el Gobierno? ¿En qué base legal se apoyará la «comisión mixta» (Gobierno central- Generalidad catalana) que se quiere crear «para proponer al Gobierno la transferencia a la Generalidad», ya desde ahora, de ciertas funciones y competencias», cuando aquéllas cuya transferencia proponga desborden la esfera de las que hoy corresponden a las Diputaciones Provinciales? ¿Con qué medios financieros contaría, en este último caso, la Generalidad de Cataluña para prestar los servicios correspondientes?

Si la respuesta a la primera de estas preguntas afecta únicamente a la distribución de las funciones en el seno del Gobierno, las respuestas a las otras dos afectan a la competencia legislativa, y podrían incluso afectar a la competencia constitucional, de las Cortes.

Con ser esto importante, aún lo es más el punto relativo a la elaboración del proyecto de estatuto. Si el estatuto se limitase a configurar las instituciones de la Cataluña autónoma, nadie tendría derecho a objetar nada, pues se trata de un asunto interno, en el cual los catalanes deben gozar la más completa libertad. Pero la expresión «estatuto de autonomía» permite suponer que el texto que se elabore trazará igualmente los límites de la esfera de competencia de esa Cataluña autónoma. Si el Gobierno encarga ahora a la Generalidad la elaboración de un proyecto de esta índole, o el encargo no es serio (y, entonces, se está engañando a los catalanes), o el proyecto elaborado por la Generalidad deberá ser sometido a las Cortes. Y aquí sí que nos encontramos ante una invasión de la competencia legislativa y constituyente de las Cámaras elegidas el 15 de junio. No se trata de una invasión jurídica, pues» la ley de Reforma Política, gracias a cuya aprobación existen hoy esas Cámaras, dice que la Constitución puede revisarse por iniciativa del Gobierno o del Congreso, de modo que ninguna norma vigente impide al Gobierno presentar a las Cortes el proyecto de estatuto para Cataluña, elaborado por la Generalidad, como proyecto de ley fundamental, cuya aprobación implicaría la revisión de la Constitución (para lo cual, recordémoslo, sería imprescindible su ratificación en referéndum por el cuerpo electoral de toda España). Pero se trata de una invasión política, ya que existe un consenso general, con arreglo al cual no será el Gobierno, sino que serán los parlamentarios quienes conciban y elaboren el proyecto de la nueva Constitución, llamada a ser discutida y aprobada por los plenos de ambas Cámaras. Y aún no sabemos si la nueva Constitución dispondrá que las Cortes examinen y aprueben, uno por uno, el alcance de la esfera de competencia que ha de corresponder a cada uno de los países o regiones autónomos, o si establecerá, (como es de desear) un procedimiento más general y más sencillo; ni sabemos lo que estipulará acerca de cómo y por quién habrán de elaborarse los proyectos de estatuto, en el caso de que haya de haber proyectos de estatuto. Esto, sin contar las normas relativas a la Hacienda pública que serán, en última instancia, la clave de todos los problemas; pues, sin ingresos fiscales, no hay servicios públicos, ni centralizados, ni descentralizados.

Las negociaciones entre

Suárez y Tarradellas nos hacen, por consiguiente, correr el riesgo de que las Cortes, colocadas ante unos hechos consumados, tengan que optar por desautorizar al Gobierno o por resignarse a ratificar una componenda que, al constituir un precedente, habría de prejuzgar la política a seguir respecto de los demás países o regiones de España. Cualquiera de ambas opciones podría ser el inicio de una sucesión de males susceptible de llegar muy lejos.

El marco obligado de la negociación

No es con el Gobierno con quien Cataluña deberá negociar el alcance de la autonomía y el acceso a ello, sino con los demás países o regiones de España. Es mediante acuerdo entre todos éstos, como deben ser definidos los límites y el contenido de las esferas de competencia respectivas del poder central y de los entes autónomos. Habiendo designado los electores sus representantes en Cortes, tanto en Cataluña como en el resto de España, son estos representantes los portadores de la legitimidad democrática, y a ellos les corresponde, agrupados por países o regiones, designar de su seno las personas que, en nombre de cada región o país, lleven las negociaciones con los demás y sometan luego el resultado de las mismas a la decisión de los plenos de ambas Cámaras. El Gobierno debe quedar al margen de unas negociaciones que, además de desgastarlo, le harán entrar, tarde o temprano, en conflicto con las Cortes. Y los parlamentarios -catalanes y no catalanes- deben abandonar de una vez el deslucido papel de comparsas.

El PSOE, que por su capacidad de movilización electoral es hoy la segunda fuerza política española, se proclama abiertamente federalista. Ahora tiene ocasión de mostrar la autenticidad de: su federalismo, demasiado reciente todavía para ser aceptado por la opinión sin asomo de reservas ni de suspicacias. Toda federación (lleve o no este nombre) implica un pacto, expreso o tácito, entre los entes político-administrativos que lo componen: en este caso, entre los países o regiones autónomos de la futura España democrática. Y a semejante pacto sólo puede llegarse en la coyuntura presente, dentro del marco de las Cortes. Actuar al margen de éstas, aún respetando la legalidad literal, es salirse de la legitimidad democrática. Por más que quien así actúe sea, como lo es el presidente Suárez, maestro consumado en el arte de la maniobra.

Si los diputados y senadores obligan al Gobierno, antes de que sea demasiado tarde, a devolver a las Cortes el protagonismo que les corresponde en la importantísima y sumamente delicada materia de las autonomías, habrán prestado a España y a la democracia un servicio del más alto valor.

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