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Tiempo de alegría

El año que yo nací, al presentar públicamente su generación, Ortega decía de ella que «nació a la atención reflexiva en la terrible fecha de 1898, y desde entonces no ha presenciado en torno suyo, no ya un día de gloria o de plenitud, pero ni siquiera una hora de suficiencia». «Una generación -agregaba- que al escuchar la palabra España no recuerda a Calderón ni a Lepanto, no piensa en las victorias de la Cruz, no suscita la imagen de un cielo azul y bajo él un esplendor, sino que meramente siente, y esto que siente es dolor.»En el espacio de mi vida no ha sido fácil pensar honestamente de otra manera, mirando a la cosa pública. Ha habido ciertamente esplendor bajo el cielo azul, pero se ha limitado a la sabrosa vida privada o a las penosas creaciones de la inteligencia o el arte, en medio de una sociedad casi siempre indiferente, cuando no hostil. Desde mi niñez, la vida pública española no ha permitido más que dolor, sólo cortado por algún fugaz momento de esperanza o por su condensación hasta el horror. Los españoles de mi tiempo hemos asistido a la consumación de la discordia que cuando nacimos sólo amenazaba, a la muerte de innumerables personas, a la exclusión de muchas más, a la reducción de todos menos uno a la condición de la sumisión (aceptada o resistida).

La inercia de tantos decenios, de muchas generaciones, no ya en nuestro siglo, sino en el XIX, ha dejado en nosotros una predisposición al automatismo y el tópico. El gesto de descontento y quejumbre se ha grabado en nuestro rostro, como el hábito de sonreir o fruncir el ceño va labrando poco a poco las caras. Hay quienes han llegado a creer que ser inteligente consiste en ponerle a todo mala cara y buscarle, aunque sea con lupa, un pero.

No, la inteligencia consiste en abrirse a la realidad y dejar que penetre tal cual es. La sensibilidad despierta acusa el impacto de eso que penetra en el alma, y le responde adecuadamente. Spinoza decía que la alegría es el tránsito de una perfección menor a una mayor. Según esta definición, estamos, literalmente, en tiempo de alegría.

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La vida pública española está pasando, ante nuestros ojos, de una inaceptable imperfección a una promesa próxima de perfección. Suavemente, sin apenas rechinar de cerrojos y cadenas, sin ruido de cristales rotos que caen al suelo, se han empezado a abrir ventanas, y en seguida, de par en par, las puertas. Los españoles hemos empezado a asomarnos al mundo y, lo que es más, a nuestra época; los que estaban fuera -a cualquier lado de las fronteras territoriales- han ido entrando en la casa común, otra vez hospitalaria. Se ha comenzado a hacer limpieza, a quitar estorbos que impedían transitar libremente, a poner algunas cosas en orden. Se ha empezado a oír un bullicio de fiesta que no interrumpe las tareas, como cuando se canta mientras se trabaja.

Por una vez en tantos años nos ha tocado un tiempo de alegría. El país entero la siente, está impregnado de ella, casi no se atreve a creerlo, y menos a decirlo, porque «no está bien visto». No se enfada, no se irrita, no siente odio. Las palabras cáusticas o hirientes se oyen de mala gana y no se escuchan, no prenden. Se ha luchado en unas elecciones- pero sin encono; salvo algunos grupos reducidos y extemporáneos -literalmente excéntricos- no hay enemigos.

Los españoles están reconciliados -sólo lo niegan los que tienen puesta su única esperanza en que no sea así-. Quieren libertad, hasta el punto de que los que no la quieren, aquellos cuyos programas reales la niegan, tienen que proclamarla, anunciarla, prometerla, porque si no lo hicieran se quedarían solos. El Poder público, que era sentido por tantos como una fuerza que venía contra nosotros, trata a los españoles como ciudadanos, con cortesía y respeto, no los injuria, les da explicaciones y no amenazas, cuenta con ellos y los asocia a la empresa común.

Si el mes de julio de 1936 fue una sazón de locura, duelo y tristeza, el mes de junio de. 1977 es una hora de alegría y espera tensa e ilusionada, en que todo es visible. Se entiende, todo lo que queramos, con tal que sea algo viable, es decir, algo que podamos efectivamente querer, y no utópicamente desear.

Por primera vez en el espacio de mi vida -y de los que son más viejos- se puede intentar de nuevo ser español, sin que nubes ominosas , proyecten sobre nosotros su sombra amenazadora, como ocurrió desde bien pronto, cuestión de días, en la fecha de 1931.

Por esto digo que es un tiempo de alegría, y hay que tomarlo como tal. Es la hora de la efusión colectiva, en que la historia pide un generoso esfuerzo de entusiasmo común. Hay que extraer los dividendos de la euforia. Si los españoles tienen la generosidad de no perseguir cada ventaja particular que pudieran obtener, si organizan sus partidos sin espíritu partidista, si están dispuestos a ceder todo lo que no sea esencial en sus posiciones para forjar entre todos el campo de la convivencia, se encontrarán repentinamente enriquecidos, quiero decir todos, y habrán fundado la casa con muchas moradas en que todos quepan y puedan prosperar y ser libres.

Nada es seguro, y esta alegría no lo es. Bien sé que se puede perder, que se puede romper, que un viento de locura podría arrebatarla y disiparla. Pero lo más triste sería que se desvaneciera sin necesidad, sin pena ni gloria, sin que pasara nada dramático, simplemente porque no supiéramos reconocerla, aceptarla, afirmarla, gozar de ella. Porque creyéramos que «no se debe estar alegre», que cuando se es muy listo no se cree en nada -ni siquiera en el sol que entra a raudales-; que no hay libertad, aunque se la esté ejercitando sin temor ni limitación; que no hay democracia, aunque se acabe de votar sin coacción por un amplio abanico de opciones; que no se ha superado la guerra civil, aunque estén conviviendo en nuestro suelo los que perdieron y los que ganaron y los que habían perdido ya desde el primer día del fratricidio».

No creo que se pueda hacer nada verdaderamente interesante más que desde la alegría. Cuando no se tiene, hay que seguir luchando, trabajando, inventando; y, sobre todo, hay queseguir esforzándose por alumbrar en el fondo del alma un mínimo manantial de alegría para uso propio y para repartir a los cercanos. Pero en la vida de los pueblos, nada creador se hace sin un viento de entusiasmo, sin los pulmones llenos, sin un estremecimiento de gozo que ponga tenso el cuerpo social entero.

Ahora, precisamente ahora, podemos sentirnos así, y debeinos defender ese destino pasajero que nos ha tocado en suerte, aferrarlo con ambas manos y no dejárnoslo quitar. Los españoles deberían sentir suspicacia contra los aguafiestas, los que buscan el grano imperceptible en el rostro más hermoso, o el posible gusano en la fruta espléndida yjugosa.

Los españoles están tan acostumbrados a perder, que apenas saben otra cosa. Tenemos que aprender a saber ganar con elegancia, con generosidad, con alegría sin jactancia ni necesidad de humillar al que ha perdido. Y conviene que no olvidemos el viejo arte de saber perder, tan digno, tan español, tan nuestro; porque, además, el que no tenga que ejercerlo hoy, tendrá que hacerlo mañana, si hemos de jugar eljuego de la convivencia y la democracia, o con otras palabras, el de la política. El que crea que, si pierde, se acaba el mundo, tiene muy mal estilo; y creo que muy poco porvenir. Tal vez no saben perder los privilegiados que han sido demasiado mimados por la fortuna, que no tienen costumbre, porque no han tenido que esforzarse y no han conocido el lado oscuro de la realidad.

Habrá que contar con todos, sin exclusiones, porque todos hacen falta. Pocos son los elegidos, ciertamente; pero lo que importa es que muchos sean llamados; es decir, todos. Si esto es así -y así es-, si está en nuestras manos intentar superar la dureza y adversidad de las cosas, si podemos intentar hacerlo. bien sin que nos lo estorben, si tenemos la posibilidad real de imaginar de nuevo a España -sin olvidar lo que ha sido y es, sin suplantarla con cualquier invención caprichosa- y colaborar para hacer que sea real, tenemos que aprender a vivir un tiempo de alegría.

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