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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Sobre los diversos modos de hacer una Constitución

En términos cualitativos, estos modos son, básicamente, como casi siempre en lo humano, sólo dos: bien y mal. La diversidad de modelos que el derecho comparado ofrece, la facilidad para imitarlos y, en sentido contrario, la impredictibilidad de las consecuencias que cualquier solución entraña, hacen, sin embargo, que casi tan difícil sea acertar del todo como errar por completo, por lo que en la generalidad de los casos las constituciones no salen ni del todo bien ni del todo mal. Son, simplemente, regulares y resuelven o no los problemas planteados más en razón de las características propias de la sociedad que las aplica que de sus propios valores intrínsecos. La Constitución de los Estados Unidos de América es una espléndida Constitución porque ha durado doscientos años en un gran país, mientras que nadie se acuerda hoy de otros textos que ni en originalidad ni en solidez teórica le iban a la zaga, pero que resultaron aniquilados. por la sociedad que los engendró.No quiero decir con esto, claro está, que debamos despreocuparnos de la calidad del texto que las próximas Cortes han de aprobar. En el ancho campo de lo regular hay muchos matices y es necesario aproximarse cuanto sea posible a lo bueno. En lo que a mí me toca, intentaré colaborar a esa obra desde las páginas de este periódico. Lo que quiero decir es que casi mayor importancia que la bondad intrínseca del texto constitucional tiene su oportunidad,y esto significa, en la mayor parte de los casos y, desde luego, en el nuestro actual, que la rapidez es un valor esencial para juzgar la obra de una asamblea constituyente. Si las próximas Cortes no nos ofrecen hasta dentro de tres o cuatro años (o incluso hasta dentro de uno o dos) el fruto de sus esfuerzos, sea cual sea la calidad de éste, habrán fracasado seguramente en el encargo que el pueblo les dio. Su obra constituyente ha de ser, para ser eficaz, obra rápida, y eso nos lleva, inevitablemente ya de modo más profesor al, a hablar de otros modos de hacer la Constitución.

No voy a discurrir, porque esto ya está resuelto por la ley de Reforma Política (tan sorprendentemente semejante en cuanto a su función histórica al Estatuto Real que «democratizó» el régimen dejado por Fernando VII), sobre los diversos modos que en razón del órgano a que se encomienda la tarea existen. Todos mis colegas, o casi, han lamentado ya hasta la saciedad que la obra constituyente haya quedado encomendada a un Parlamento bicameral,y si no han dicho que el referéndum posterior, entre nosotros, no servirá verosímilmente para nada, probablemente lo han pensado. Los distintos modos cuya existencia me parece ahora urgente poner de relieve son los que se originan según que la tarea constituyente se acometa mediante la redacción de un texto único, de un código constitucional o mediante la promulgación de una serie de leves constitucionales, cuyo conjunto forma la Constitución. Del primer modo procedieron, por ejemplo, nuestros constituyentes en 1931, y casi siempre a lo largo de nuestra historia constitucional; del segundo, los constituyentes de la Tercera República francesa, en cierto sentido los norteamericanos (las diez primeras enmiendas son, realmente, una segunda ley constitucional) y, si las Leyes Fundamentales hubieran sido una Constitución, el general Franco.

Aunque este último ejemplo invita poco a la Imitación, creo que hay razones abrumadoras para pensar que en las circunstancias actuales éste debería ser el modo de proceder. Tengo que confesar que yo no había pensado en el tema hasta que García Pelayo, en una carta reciente, me indicaba, sin darme razones, que tal vez sería mejor hacer un conjunto de leyes constitucionales que un código constitucional. (Dicho sea de paso, yo no creo que me ciegue el cariño del discípulo al afirmar que es monstruoso que en la preparación de una, nueva Constitución no se cuente con García Pelayo.) Pensando sobre esa observación, lo que sorprende ahora es que no se haya decidido ya proceder así. Enumerar todas las razones que abonan la conveniencia de esta solución es, porrazones de espacio, imposible. Desde la necesidad de no tener a los señores senadores mirándose el ombligo mientras los diputados ultiman el texto de la Constitución, hasta la necesidad de evitar que la discusión de los derech osy deberes de los españoles consuma un tiempo precioso, suscite rencillas estúpidas y enajene a las Cortes la confianza de los españoles, todo empuja en el mismo sentido. Me limitaré a exponer una sola, tal vez no la más importante, pero sí quizá la que, por afectar más directamente a quienes más interesados están en afirmar la estabilidad de la Monarquía, puede mover más el ánimo de quienes tienen más poder.

En un sistema de pluripartidismo rígido como el que ha salido de las elecciones (quienes todavía piensen que Vamos hacia un bipartidismo que escuchen los análisis del profesor Linz), no es nada improbable que en las Cortes, y más precisamente en el Congreso de los Diputados, se formen mayorías ocasionales que dejen al Gobierno en minoría. En la ausencia, total de reglas constitucionales para resolver esas situaciones, el bloque parlamentario vencedorpodrá pretender la dimisión del Gobierno, aunque éste no haya empeñado su confianza y tanto si ésta se presenta.y es aceptada por la Corona, abriendo una crisis quizá interminable, como si no la presenta y es mantenido en el Poder por la Corona, cuya confianza es, hoy por hoy. la única legalmente necesaria para gobernar, toda la responsabilidad caerá sobre el Rey, que, precisamente por haber sido motor del cambio y haber ganado con ello el agradecimiento de los españoles, debería quedar siempre al margen de las contiendas políticas. Sólo una ley Constitucional sobre las relaciones entre los poderes (o, si se quiere, entre Gobierno y Parlamento) puede darnos con rapidez la mecánica necesaria para tener un Gobierno que sea, de derecho y no sólo de hecho, responsable ante las Cortes y dotarnos de los mecanismos que el moderno Derecho Constitucional ha arbitrado para impedirlas crisis inútiles o insolubles. Su elaboración puede ser muy breve y su aprobación en referéndum debe aprovecharse para derogar formalmente todo el cuerpo mostrenco de las Leyes Fundamentales (con la salvedad, tal vez, del Fuero de los Españoles, aunque quizá tampoco esta salvedad sea necesaria) que todavía hoy ofrecen instrumentos a los enemigos de la democracia. Tras ella (primum vivere), y casi con la misma rapidez, habría que hacer una ley sobre autonomía de las nacionalidades y regiones de España y después otras más que sería ocioso indicar. Mi propósito no era el de describir cada trecho del camino, sino su dirección, y eso ya está cumplido.

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