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Los cristianos y la naturaleza

El número de votos alcanzado en las últimas elecciones francesas por el partido o familia espiritual, más que política, llamado ecologista ha sorprendido un poco a todo el mundo. En adelante, lo mismo en Francia que en otros países, la política, las decisiones de Gobierno y los proyectos o planes de desarrollo económico ya no podrán hacerse a espaldas de ese grupo de presión ecologista.La ausencia de compromiso en la batalla ecológica por parte de los cristianos ha venido siendo observada en años pasados y subrayada como una ausencia inexplicable y lamentable ciertamente. «A pesar de San Francisco de Asís -escribía Robert Hainard en su libro Expansión y naturaleza-, a pesar ae tantos adoradores de la naturaleza, animados de una sincera piedad, me veo obligado a dejar constancia de que las religiones son ampliamente favorables a la destrucción de la naturaleza», y el profesor Dorst explica que, según la enseñanza cristiana que prolonga la de los filósofos paganos de la antigüedad, el hombre ostenta una absoluta primacía sobre el resto de la creación que, a su juicio, sólo estaría ahí para servirle de marco, de ornato o de instrumento. De las palabras del Génesis, «Procread y multiplicaos y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra», la mayoría de los pensadores occidentales -sigue diciendo Dorst con entera razón- han extraído las consecuencias más materialistas. De esa glosa materialista, en efecto, nacen en línea recta el pensamiento y la praxis tecnológicos modernos, como nacieron nociones perfectamente arcaicas y puramente biológicas de la sexualidad humana que todavía se hacen jugar en ciertas valoraciones morales y, desde luego, un cierto desinterés por el sufrimiento animal, por ejemplo, y, en general, por la vida en la naturaleza. »

Un poco de historia

Frente a un respeto tan absoluto por la vida como el del budismo, pongamos por caso, no sólo se ha escuchado a veces la incomprensión más radical de labios cristianos, sino que también se han podido oír acerbas ironías, y, desde el punto de vista de un cierto catolicismo histórico, no hace falta más que abrir los ojos para comprobar, por ejemplo, que las corridas de toros y la afición a las magras han sido y siguen siendo cosas muy católicas, y la piedad por los animales o el vegetarianismo, cosas de ateos o masones o de protestantes, en el mejor de los casos, La misma fiesta del árbol, más tarde tolerada en gracia a la utilidad pública de la repoblación forestal, fue, en principio, algo ilustrado, laico y republicano y mereció algunas repulsas clericales. El rey Carlos III, ya herido de muerte y dialogando con un arbolillo en Aranjuez, le confiaba los temores que sentía por su supervivencia vegetal en país tan ortodoxo y amigo del hacha. Los mismos santos y delicadísimos jansenistas no mostraban repugnancia alguna en ver sufrir a los animales de sus granjas, creyendo a pie juntillas en la tesis de monsieur Descartes de que eran puros autómatas, y es inútil probablemente ir a buscar en una determinada cultura católica acentos tan dramáticos en relación con ese sufrimiento animal como, por ejemplo, los de T. H. Huxley hablando del dolor de una mona a quien los cazadores habían matado sus crías. ¿Puede resultar extraño, entonces que con esta sensibilidad y estos hábitos históricos no se sea demasiado abierto a los problemas ecológicos de hoy?

Un desafio teológico

Y, sin embargo, a puro nivel teológico, la polución atmosférica y la degradación ecológica de esta hora, que A. Stephane ha llamado muy inquietamente y con mucha profundidad «fecalización o analidad cósmicas», resulta todo un desafío. Por lo pronto, si Freud y Brown tienen razón, toda nuestra civilización, que esta montada sobre el dinero, sustituto sublimado de las heces, es anal y fecalizadora y está conectada con lo mecánico y la muerte, y nuestro tiempo es paralelamente, por eso mismo, el tiempo de las ideologías absolutas y salvadoras que se sustituyen a Dios -negándolo o instrumentalizándole- y se consideran a sí mismas como expresión de la luz y de la pureza absolutas y tachan a quienes no las siguen de basura, como Hoess, el jefe del campo de exterminio de Auschwitz, llamaba a los allí detenidos y como una buena parte de los grupos políticos de hoy siguen considerando a los que con ellos no comulgan. La solución para desprenderse de esa basura era el horno, y operaciones de limpieza, en el actual lenguaje tecnológico, es frase que significa asesinatos indiscriminados y en frío, como la otra fase ritual «planes de desarrollo» puede significar, y de hecho ha venido significando, muerte del entorno, polución, destrucción, fealdad tecnológica.

Un círculo diabólico

«La explotación, la opresión, el extrañamiento, la destrucción de la naturaleza y la desesperación interior -ha escrito Jurgen Moltmann- constituyen, hoy, el círculo diabólico por el que nos llega la muerte a nosotros mismos y a nuestro mundo. Se condicionan tanto mutuamente, que muchos hombres ya no ven salida alguna», y, refiriéndose concretamente a la lucha por la paz con la naturaleza, contra la destrucción industrial del medio ambiente, añade: «Tampoco se conseguirá la construcción de una sociedad humana que merezca tal nombre sin paz con la naturaleza. No se puede superar la muerte de hambre por medio de un desarrollo industrial forzado, si al mismo tiempo se lleva al mundo a una muerte ecológica... Después de la larga fase de liberación del hombre frente a la naturaleza, hace falta hoy una nueva fase de liberación de la naturaleza frente al hombre inhumano... En todo caso, en la superación de la explotación, la opresión y el extrañamiento no hay que perder de vista el sufrimiento de la naturaleza; de lo contrario, todos los esfuerzos serán vanos. » Y estas reflexiones parecen la voz de la razón misma, pero cuando todavía no se han superado todos los rechazos casi viscerales de muchos cristianos y, a veces, de las Iglesias mismas frente a los problemas de la libertad civil y política, de la ciencia o de una ética laica, ¿puede esperarse que se capte la urgente necesidad de esta lucha ecológica?

Y, sin embargo, si se cede ante ese ataque contra la ecología o ante la proliferación nuclear, siquiera con fines industriales, debe saberse que «un crimen se ha cometido ya en el porvenir», como dijera Jean Rostand premonitoriamente a propósito de la mera posibilidad de utilización del átomo. Es preciso elaborar «una doctrina clara y enérgica respecto a nuestro lugar en la naturaleza y nuestra responsabilidad para con la creación», según palabras del pastor Visser Hoof't, y desarraigar hábitos seculares de indiferencia u orgullo. Porque la muerte nos amenaza y nos rodea ya desde todas partes, nuestra civilización es una civilización de cosas muertas -máquinas y dinero, símbolos de las heces y de la muerte- que lleva en su entraña un instinto de muerte y lo realiza cada día en la distinta gama de las violencias y las constricciones. Y un cristiano no puede aceptar este reino de la muerte porque afirma en su credo que Jesús murió para vencerla no sólo en el más allá de la historia, sino a nivel de la naturaleza misma, y, por encima de toda casuística moral, no podrá dejarse de preguntar con inquietud sobre la caza o los toros, por ejemplo, la muerte caprichosa de los árboles, el sufrimiento animal, las rentables centrales atómicas que ponen en peligro nuestra pervivencia, el puro progreso ecónomico perfectamente antihumano, los desechos, la fealdad o el ruido. Dejar de hacerlo equivaldrá a la complicidad con el desastre, pero también a la negación de la vida en que se dice creer.

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