La Televisión es de todos
DECIDIDAMENTE, LOS altos responsables de RTVE no tienen remedio. Tras el breve paréntesis en el que los espacios gratuitos concedidos a los partidos durante la campaña electoral habían hecho concebir algunas esperanzas sobre su reeducación democrática, el monopolio televisivo y la radio oficial vuelven a donde solían. Los «Telediarios» otra vez recuerdan a los viejos «partes» oficiales, pese a la calidad profesional de algunos de los periodistas que los presentan y redactan.Particularmente escandalosa es la forma en que Televisión Española está ofreciendo a millones de espectadores los resultados de las elecciones. Se diría que el único dato significativo es el número global de escaños obtenidos por los partidos y coaliciones en el Congreso y en el Senado. No son necesarias dotes detectivescas para adivinar las razones de esa unilateralidad estadística: el «clamoroso triunfo del presidente Suárez» -para citar la expresión con que RTVE anunció el resultado de las elecciones- es una victoria a escala nacional, con descalabros en importantes centros urbanos y zonas desarrolladas.
En el plano jurídico-constitucional y en el del interés informativo, el reparto de escaños es, desde luego, decisivo. Pero RTVE no es, o al menos no debiera ser, un centro exclusivamente dedicado a transmitir aquellos datos que al Gobierno le conviene subrayar. La manipulación de la información, la omisión de datos y la unilateralidad de los enfoques puede ser, es en esta ocasión, el arma más eficaz para confundir a la opinión pública.
Televisión Española debería de ser de todos los españoles, pero sólo es del Gobierno. Quienes depositaron su voto en las urnas el pasado día 15 de junio tienen el derecho, como ciudadanos y contribuyentes, a que RTVE informe de manera clara y completa sobre el resultado de los comicios.
Es preciso que Televisión informe sobre el número de votos que ha recibido cada partido, sobre el porcentaje que representan éstos sobre el total del censo electoral y sobre el total de los votos emitidos, sobre las variaciones del voto en las diversas circunscripciones provinciales, en las principales ciudades españolas (Barcelona, Madrid, Valencia, Sevilla, Bilbao), en las «nacionalidades históricas» (Euskadi y Cataluña), en las áreas rurales.
Entre los requisitos de una vida democrática como la que acabamos de estrenar figura, en lugar destacado, la transparencia y claridad de la información. La actual Televisión Española permanece dirigida y manipulada con criterios antidemocráticos. Incluso antes de que las Cortes Constituyentes comiencen sus trabajos, el Gobierno y los representantes de los partidos podrían establecer las líneas generales de un acuerdo para la Televisión, que necesita de un régimen jurídico. De otra forma, existe el serio peligro de que, en una nueva maniobra, los actuales directivos de RTVE presenten, como un hecho consumado, un nuevo estatuto, unilateralmente elaborado y promulgado, para la radio y la televisión española, que eternice su control sobre los medios estatales de información y su servil utilización por el Gobierno.
Pues, en resumidas cuentas, hay que decir que RTVE ha sido menos un medio informativo -o de transmisión de cultura, o hasta de ocio- que un medio de poder. En los tiempos autoritarios, bajo este punto de vista, la televisión española cumplió con este papel a la perfección. Fue un instrumento del poder fascista, al cual estaba subordinada todo el resto de su actividad; naturalmente, ha habido en la televisión ejercicios de imaginación, de estética, de investigación artística: lo que menos ha habido, o los más escasos, han sido los de normalizar su misión informativa. La información ha sido el «terreno reservado» del poder en la televisión. En gran medida, el poder autoritario ha gobernado este país a través de la pequeña pantalla, en la cual la información ha sido, por 14 general, parcial, torpe e intoxicadora.
Pero este panorama debe cambiar de manera radical. Y de la misma manera que el poder ha evolucionado hacia la democracia, esta democratización debe perforar el complejo y ambiguo mundo de nuestra televisión. La pequeña pantalla debe dejar de ser un instrumento en manos del Gobierno, que, por otra parte, ya no puede gobernar con las mismas técnicas y maneras con que lo hacía en los tiempos de la dictadura. Y una de las primeras «maneras» que hay que suprimir es precisamente el monopolio de la televisión por parte del poder. Sobre todo ahora que el poder se identifica con un partido político concreto.
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