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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

"Sigfredo", sin problema

Cuando estamos a punto de culminar el XIV Festival de la Opera, los madrileños han podido ver, casi completa, la Tetralogía wagneriana. El oro del Rhin y La Walkiria se dieron en 1976; Sigfredo acaba de representarse. Falta sólo El crepúsculo de los dioses, cuyo montaje esperamos para la decimoquinta edición del ciclo anual con el que, de alguna manera, se suple la falta de ópera estable en la capital española.A la vista de resultados como los obtenidos en Sigfredo cabe, incluso, intentar algún otro Wagner, por ejemplo, Parsifal, ya que Lohengrin, Tristán, Tannhauser y El buque fantasma han sido programados una o más veces. Ahora que está de moda ensayar novisimos montajes del Anillo, alguno de los cuales roza y hasta pisa lo estrafalario, casi sorprende enfrentarse con una visión normal, aunque estilizada, de una obra como Sigfredo. (Por cierto, ¿qué es eso de Sigfrido, especie de alemañol con la que suele anunciarse la tercera parte del Anillo?). Fritzdieter Gerhards, regista de la Opera de Colonia, sobre decorados de Werner Schwenke y figurines del citado teatro, nos ha propuesto algo bien sencillo: contar Sigfredo con a utenticidad y sencillez, usando de los recursos, ya clásicos, de la proyección y montando en la escena de la Zarzuela unos elementos tan simples como eficaces. Mis últimas-experiencias wagnerianas han sido las parisienses y ya he escrito sobre las ideas de Gruber y Stein, por no citar el discutidísimo enfoque de Bayreuth en las representaciones dirigidas por Boulez.Lo visto ahora no sólo se separa de semejantes riesgos, sino que recupera, sin caer en exageración, un realismo ya perdido en las primeras experiencias de Wieland Wagner realizadas después de la guerra, bien conocidas por los barceloneses Por la visita que el conjunto del Festspiel hizo al Liceo.

Teatro de la Zarzuela, Sigfredo, de

Wagner. Directores: F. Gerhards y H. Fricke. Intérpretes: Cox, Mapier, Ericson, Stewart, Ulfung, Asker, Malla Y Scovotti. 11 junio.

Si como el mismo Boulez afirma, «en Wagner el músico supera al dramaturgo» justo es que entre lo que más importa de Sigfredo y el público, no se interponga obstáculo alguno. De la orquesta wagrieriana parece emerger la totalidad del drama musical, a partir de Ias voces; del continuo sinfónico-dramático, verdaderamente prodigioso, fluye esa poetización del intelecto de que nos habla Thomas Mann, capaz de subsumir el enfrentamiento conceptual de lo mítico y lo psicológico; con potencia expresiva, de irrenunciable esencialidad dramática, suficiente -máxima- para que escuchemos olvidados por entero del célebre capítulo de Adorno, sobre el Carácter social wagneriano.

En el foso, frente a la espléndida orquesta Ciudad de Barcelona, siempre recibida con entusiasmo por los madrileños, el maestro Heinz Fricke también hizo tradición sin énfasis, de los pentagramas de Sigfredo. Sobre la escena, un reparto excelente por el valor de las individuales y su conjuntada articulación. Esto a pesar de que Ragner Ulfung (Mime) sufría una grave indisposición, que si no limitó su trabajo teatral (gesto, acción, intencionalidad) redujo notablemente las posibilidades vocales. Espléndido el Wotan de Thomas Stewart, no sólo por la naturaleza de sus medios con esa singular belleza de color, sino también por la sobriedad musical de la dicción y la construcción soberana del personaje. Sigfredo encontró en el tenor Jean Cox, cantante e intérprete ideal. La instrumentalización de su línea y el minucioso cuidado de la psicología (magnífica la escena en la que Mime trata de enseñar al héroe lo que es el miedo), sólo pueden darse en artista plenamente maduro, dominado e identificado. Marita Napier, trágica y lírica Brunilda fue garantía de un tercer acto (acaso el más bello de la ópera) hondo y conmovedor. A tono con los citados, el resto de los intérpretes: Bjorn Asker (Albe rich), Alexander Málta (Fafner), Barbro Ericoson (Erda) y Jeannet te Scovotti (Pájaro del bosque). Todos, desde calidades muy altas, sirvieron a ese Wagner que, según Falla «hizo campear la acción dramática en el más propicio ambiente musical, como nadie lo había hecho», gracias a la «obediencia de sus cantos y de su decla mación lírica al valor expresivo de la palabra», o a través de una «mano de obra más perfecta que ninguna» como lo demuestra su fecundo concepto del arte variativo. Falla cita como ejemplo de transformación motívica, precisamente, el monólogo de Sigfredo en el bosque.

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